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PRENSA: El mirador de los bellos atardeceres, a decir de Clinton

El ex presidente de los Estados Unidos alabó aquel lugar y su frase fue esculpida en un monolito cuya instalación provocó una gran polémica. 

Manolete, Enrique Morente, La Porrona, Curro Albaicín… los imprescindibles del barrio más antiguo de Granada

Andrés Cárdenas en Granada Hoy, 03-10-2021

Me quedé la semana pasada bebiendo agua en la Fuente de la Amapola, en la Verea de Enmedio. Pues bien, desde allí entro al Albaicín por cualquier calle que desemboque en la plaza del Aliatar, donde, si no eres demasiado lento, puedes coger mesa y pedir unos caracoles en el bar del mismo nombre. No sé si han captado la humorada. Después me voy a Plaza Larga, donde tomo café en el Aixa y a veces hablo con Manolete.

Manolete sufre el mal de las piernas inquietas. Desde que dejó de bailar no las puede dejar quietas mientras habla con alguien. De torso estático y desmemoriado, tiene rasgos de contundencia gitana, con melena negra como el azabache, nariz prominente y pose de un faraón orgulloso de sus dominios. Manolete es uno de los bailaores que mejor interpreta la farruca, ese baile en el que destaca el zapateado con gran profusión de contratiempos y figuras rítmicas.

–Manolete… ¿quedamos un día que te tengo que dar un libro?

–Cuando quieras. Yo estoy en el Aixa siempre.

Aixa se llamaba la madre de Boabdil y la niña que mató en 1987 un desgraciado en el bosque de la Alhambra. La prensa lo llamó ‘El asesino de la luna llena’ o ‘El violador de la Alhambra’, pero lo que era en realidad era un psicópata que le gustaba desnudar y violar a niñas.

El cadáver de Aixa, de nueve años, apareció semidesnudo cerca de Torre Bermejas. El asesino resultó ser un frutero llamado José Fernández Pareja, que tenía por entonces 33 años. Tuvo en jaque a la policía porque pocos meses antes habían encontrado a otra niña de 14 años por aquellos sitios semidesnuda, aunque a ésta no había podido matarla.

El testimonio de esta última fue clave para detener al pederasta asesino. Al ser apresado confesó el asesinato de Aixa y en el juicio, celebrado tres años después, declaró que había raptado a la niña y la había asfixiado introduciéndole sus propias bragas en la garganta. Dijo que había estado influenciado por el diablo y todas esas chorradas que se les ocurre a los chalados y a los psicópatas.

El fiscal pidió 106 años y la acusación particular 160. Pero fue condenado a 85 de los que apenas cumplió 16. En 2004 ya estaba en la calle. Nadie lo entendió. La Justicia a veces es tan torpe que no sabe contar. Dicen que actualmente vive en Barcelona pero que viene a menudo a Granada, donde él se puede pasear con toda tranquilidad ante el olvido de la gente. Antonio Muñoz Molina escribió su novela Plenilunio con el argumento del asesinato de la niña Aixa e Inmanol Uribe filmó una película basada en la obra del escritor ubetense. El tema lo requería.

En La Porrona con Morente

Un día, en Plaza Larga, en la taberna de La Porrona, me tomé una cerveza con Enrique Morente. Fue dos o tres semanas antes de ir a Madrid a operarse del estómago. No lo vi preocupado porque él mismo le restaba importancia a la intervención quirúrgica. No me acuerdo de qué charlamos, y jamás podía imaginar que iba a verlo por última vez.

A Enrique lo conocí a mediados de los ochenta una noche en La Tertulia, ese pub que recogía las inquietudes culturales de la juventud de la Transición. Después empezamos a fraguar esa amistad interesada que siempre surge entre un artista y un periodista. Cuando llegaba Enrique a cualquier reunión se convertía en el amo del ambiente, en ese foco capaz de iluminar cualquier triste existencia. El cantaor flotaba entre nosotros sin ningún tipo de prejuicio y la noche adquiría entonces el carácter de lo mágico, como cualquier obra de arte. Enrique era tan genuino como imprevisible. Un día fue un avezado periodista de Cambio 16 a hacerle una entrevista y le preguntó si había militado en la ORT.

–¿Y eso qué es? –preguntó el cantaor granadino–.

–La Organización Revolucionaria de Trabajadores. Un partido marxista-leninista de línea maoísta –le aclaró el periodista–.

Morente que quedó un rato pensando y al final dijo:

–Pues no me extrañaría.

Con Enrique había tenido un pequeño encontronazo tras una columna que yo había escrito en la que había criticado a su hija Estrella Morente, la cual no se había presentado a recoger un premio que le había otorgado una cadena de hoteles granadina. Dije que al menos debía ser agradecida con la ciudad que le había visto nacer y su padre, al día siguiente, me llamó para hablar del tema. Con esa socarronería que él gastaba, me dijo que no me metiera con la niña porque su hija, en plena ebullición artística, estaba harta de agasajos innecesarios. Lo comprendí y la conversación giró por un tono muy amistoso y cordial. A los pocos días lo llamé para que interviniera en un ‘chat’ que había inaugurado el periódico cuando se puso de moda esa modalidad comunicativa por la cual los lectores podían hacerle preguntas a algún famoso y éste contestar gracias a Internet.

–Enrique… ¿te viene bien venirte por aquí un día para chatear con los lectores? –le pregunté por teléfono–.

–¿Y por qué no venís vosotros por el Albaicín? Aquí se chatea mejor –fue su respuesta–.

Lo había dicho en serio y le tuve que explicar que ‘chatear’ en estos tiempos era otra cosa y no tomar vinos. Fue al periódico y su ‘chateo’ fue todo un éxito: casi un centenar de lectores le preguntaron cosas sobre su vida y sus canciones.

Al salir del periódico, me echó el brazo por encima y me dijo:

–Para que veas que no te guardo rencor por lo que escribiste de Estrella, te voy a invitar a su boda.

Y me invitó.

Así era Enrique.

Sentí mucho su muerte. De verdad. Y me daba rabia pensar que podía haber sido por una negligencia médica, según sostenía la familia. Fui a verlo a la capilla ardiente, que se instaló en el Teatro Isabel la Católica, y oí a Estrella Morente cantar la Habanera imposible de Carlos Cano. Jamás he escuchado una canción cantada con tanto sentimiento y dolor. A mí se me erizó el vello de los brazos y se me saltaron las lágrimas.

Luego, después de su muerte, hablé varias veces con Aurora Carbonell, su viuda, pero solo cuando había noticias sobre el litigio que había emprendido con el médico que había operado a su marido y la clínica en la que había fallecido. Ella, reacia al remolino mediático que se formaba en torno a la vida profesional de su marido, siempre me atendía muy amablemente, a sabiendas que sus palabras iban a salir impresas al día siguiente en el periódico. Fue un mazazo para ella y para su familia recibir la noticia de que la Audiencia Provincial de Madrid desestimaba el recurso que habían puesto por considerar que a Enrique lo habían matado en aquella clínica madrileña.

–Tenía que haberse operao aquí en Graná –me dijo la Porrona cuando supo de su muerte–.

Desde entonces el fantasma de Enrique, como un personaje de Juan Rulfo, merodea por su Comala albaicinera, en espera de echar un trago con su amiga La Porrona. Los fantasmas prosperan con los locales perseverantes y las memorias leales. El olvido, que es un hábito en estos tiempos, el Albaicín no lo auspicia.

El atardecer de Clinton 

La Porrona es una cantaora genuina del Sacromonte, de aquellas que cuando chiquilla era llamada para que les cantara a los turistas. A ella le gusta más cantar que bailar.

–Niña… ¡ve y cántales a los forasteros y te traes unas pesetas a casa! –le decía su madre–.

La Porrona se hizo famosa porque llamó ‘señora Mojama’ a Michael Obama, la esposa del expresidente de los Estados Unidos, cuando le bailó en una cueva albaicinera. A ella le sonaba más mojama que Obama. Y cuando se encontró en una recepción con el astronauta Pedro Duque, le preguntó si se podía follar en el espacio. La Porrona es parte de esa esencia gitana que aún queda por el barrio más antiguo de Granada.

Dos jóvenes observan la Alhambra desde el mejor banco del mundo.

Dos jóvenes observan la Alhambra desde el mejor banco del mundo. A. L. GÁLVEZ (Granada)

Tras atravesar la Puerta de las Pesas mis pasos siempre me llevan al mirador de San Nicolás. Allí, dicen los ingeniosos, está el mejor banco del mundo porque que no te pide dinero y te da emociones. Es ése que está en mitad de la placeta y en el que te puedes sentar para ver justo enfrente el monumento nazarí en todo su esplendor. En donde tenía escaño casi permanente Carmen, antes de ponerse enferma, para vender sus castañuelas a siete euros el par.

Desde ese sitio, Bill Clinton dijo que había visto cuando era un joven universitario la puesta de sol más bonita del mundo. Al menos eso dijo el alcalde Díaz Berbel que había dicho el entonces presidente de Estados Unidos. A mí no me extraña. El caso es que la frase se hizo popular y el mirador de San Nicolás más todavía. En una esquina de aquella placeta el alcalde Díaz Berbel hizo que se levantara en 1997 un monolito conmemorativo de la visita a Granada de Clinton, lo que desató la ira de los grupos de la oposición y de la asociación de vecinos de barrio que no entendían este homenaje a un presidente americano.

De esta guisa quedó el monolito.

De esta guisa quedó el monolito. JUAN ORTIZ (Granada)

Díaz Berbel defendió su iniciativa diciendo que gracias a la visita de Clinton podían venir más americanos a dejarse sus dólares a Granada. Los capaces de hacer puntualizaciones a cualquier error de demarcación, decían que el presidente americano se había equivocado de sitio, porque desde donde se pueden ver los bellos atardeceres de Granada es desde el mirador de San Cristóbal. El caso es que el monolito, de casi 800 kilos, se puso en una esquina de la plaza. El texto de la placa conmemorativa rezaba así: «Invitado por Sus Majestades los Reyes, don Juan Carlos I y doña Sofía, visitó Granada el presidente de los Estados Unidos Willian B. Clinton acompañado de su esposa y exclamó desde este mirador al ponerse el sol que es el atardecer más bello del mundo». No me extraña las protestas, pero más por el monolito en sí que por la cursilada de texto, con faltas de ortografía y lirismo trasnochado. El problema es que el monolito aparecía todos los días pintarrajeado y lleno de huevos lanzados, hasta que el siguiente equipo de gobierno, el del tripartito, decidió quitarlo de en medio. Fin de la polémica.

Con Curro Albaicín

A veces, no siempre, desando mis pasos por la Verea del Enmedio y bajo hasta la cueva de Curro Albaicín, al que le profeso la amistad y el cariño que inspira su persona. Está Curro últimamente algo decaído. Ha vuelto a vivir a su cueva de siempre, a dormir en la habitación donde nació y en donde quiere morir. Curro es parte de la esencia y la memoria viva del Sacromonte. Si algún periodista quiere saber algo genuino del barrio tiene que hablar con él. Él siempre está dispuesto y va a donde le llaman. Pero tal vez esa predisposición suya haya chocado alguna vez con los espurios intereses de los demás y lo han convertido en una persona que ya no cree en las buenas intenciones de casi nadie.

Curro Albaicín, en su cueva del Sacromonte.

Curro Albaicín, en su cueva del Sacromonte. JUAN ORTIZ (Granada)

Ya lo he escrito alguna vez. Curro, dentro de todas sus carencias, ha revisado ese mundo complejo y fastuoso del flamenco enclaustrado, por así decirlo, en la intimidad de un barro gitano. Ha ido recogiendo por las cuevas y por las casas del Sacromonte, la cuna de la zambra, valiosas muestras, con frecuencia fragmentarias, del cante y el baile primitivo en Granada. Y a partir de esas esas reliquias olvidadas ha podido reconstruir muchos estilos personales o locales medio mantenidos hasta entonces en la clandestinidad de las cuevas sacromontanas: viejas bailaoras que heredaron de viejas bailaoras toda una riqueza estilística en trance de extinción. Y, por último, Curro es un exponente vivo de aquellas décadas de los cincuenta y sesenta en las que el flamenco subsistió a su etapa de degradación, cuando cantaores, guitarristas y bailaores malvivían esperando que los apalabrasen para alguna fiesta privada, en la que, además, eran tratados con cierto desdén.

–Nadie sabe bien el origen de la zambra, pero parece ser que ya se bailaba en las bodas musulmanas que se hacían aquí antes de que vinieran los Reyes Caóticos.

–Curro… Te has equivocado. Querrás decir los Reyes Católicos.

–No. No me he equivocado.

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