[PRENSA] Placeta de los Carvajales: el viejo ciprés que sueña con vivir en el cementerio
Un ciudadano observa la Alhambra desde Los Carvajales, con el ciprés a la derecha / A. C.
La competencia más dura que tiene el mirador de San Nicolás es este lugar que buscan los turistas más exigentes. Dicen está ligada a dos nobles: Alonso Sánchez de Carvajal y Juan de Carvajal
Granada Hoy, 23-6-2024 Andrés Cárdenas
Recorrer las plazoletas del Albaicín es como ir de emoción en emoción. Esta idea se la oí al poeta Julio Alfredo Egea, que le gustaba mucho recorrer las placetas del barrio árabe. Julio Alfredo era una persona que te aliviaba la soledad con su imponente presencia y con sus salidas socarronas. Decía que era el único poeta del mundo que se ganaba la vida con la pluma. Y es que había montado una granja de pollos en su pueblo, que era Chirivel. Con él compartí muchos días de vino y poesía, más vino que poesía. Julio Alfredo tiene escrito que la Placeta de los Carvajales, que es en donde estoy hoy, «era el lugar elegido por los enamorados cuando existían enamorado de placeta, pues ya no existen, porque, a través de los tiempos y las circunstancias, el amor cambia de costumbres y procederes y ahora han sido sustituidos por el adolescente y pervertido pandillaje del porro». Y es verdad. Ahora lo que hay son restos de botellones improvisados y cáscaras de cualquier fruto o fruta que aceleran la decadencia de un lugar. También hay en las paredes circundantes frases de poetas trasnochados y de aprendices de filósofo que ve en las paredes blancas el folio perfecto en el que escribir sus ocurrencias. Un ejemplo: «Estaba tan solo en aquel desierto extraño, que abracé a un cactus, aunque me hiciera daño». Eso es una frase y no las que vienen en los azucarillos. O esta otra: «Tenía la Alhambra delante de mí, pero yo te miraba a ti». Ahí es nada.
Julio Alfredo Egea participaba en la revista Los papeles del Carro de San Pedro, que editaban sus grandes amigos Paco Izquierdo y Rafael Guillén. Paco Izquierdo vivía en otra placeta muy cerquita a la de Los Carvajales y cuando íbamos sus amigos a su casa decía en plan lamento: «¡Que coñazo esto de abrir todos los días las ventanas y ver la Alhambra!». Así nos ponía los dientes largos.
La competencia más dura que tiene el mirador de San Nicolás es esta placeta que buscan los turistas más exigentes, aquellos que no se conforman con lo que dicen las guías turísticas. Para muchos, desde allí está la mejor vista de la Alhambra. Primero porque se contempla más a ras del suelo, segundo porque sus torres se reflejan en el pilón central y tercero porque está mucho menos masificada. La plaza tiene ocho frondosos olmos (uno recién nacido) y un esbelto y viejo ciprés al fondo que sueña con vivir en un cementerio.
Apellido de abolengo
Miguel J. Carrascosa, otro enamorado del barrio, dice que esta plaza del Albaicín se llama así porque está ligada a dos nobles que tomaron parte en la Toma de Granada en 1492: Alonso Sánchez de Carvajal y Juan de Carvajal. Y es que allí, antes de la plaza, había un huerto perteneciente a una de las familias nobiliarias más influyentes en la Granada del siglo XV y XVI: los Carvajales, apellido con abolengo que procedía de la provincia de León. Fue en la década de los sesenta del siglo pasado cuando la placeta toma el aspecto que tiene hoy. Anteriormente a estas reformas, la placeta se encontraba a un nivel mucho más bajo. Se quedaba tan encajonada por las casas de su alrededor, que apenas se podía ver el entorno más cercano. En 1961 se construyó el muro de contención en el que está adosado la fuente. Para levantar la placeta (pues antes estaba más baja), se pavimentó el suelo, se replantaron los árboles y se instalaron varios bancos de piedra, remodelados hace poco tiempo y que sirven de lienzo de grafiteros y pintamonas. «¡Qué pena de pene!», dice una frase pintada en rojo.
Las pocas casas que hay en la plaza se destinan al alquiler turístico, lo que ha permitido que se pierda la esencia del espacio. En el interior de un edificio restaurado que hay al comienzo de las escaleras han puesto un comunicado de los vecinos del Albaicín que dice que desde hace años se observa con tristeza como el barrio «ha ido sufriendo una degradación continua, constantes robos a vecinos y turistas, esquinas convertidas en puntos de venta de drogas, bandas organizadas, ocupación de casas, botellones, suciedad…». Y lo más lamentable: «Las autoridades no sabe cómo acabar con esto desde hace años y la policía siempre llega cuando todo ha terminado”.
Estado lastimoso
A las nueve de la mañana la placeta de los Carvajales presenta un estado lastimoso. Encima de los bancos de piedra hay botellas vacías, latas tiradas en el suelo y estuches de kétchup sin abrir en el poyo que la circunda. La única papelera que hay está a rebosar de restos de un botellón nocturno. A las claras los técnicos especialistas en recogida de residuos urbanos, o sea, los basureros, aún no han pasado por allí. Quién sí hay en las inmediaciones son varios trabajadores de una empresa especializada en el empedrado granadino. Los granadinos somos expertos en piedras, podemos caer cien veces tropezando en la misma, pero nos ponen una mierda de tapa en un bar y no vamos ya nunca más a ese bar. Le echamos la cruz. Las piedras del Albaicín son como los glóbulos rojos del barrio, todas juntitas conforman la sangre y la naturaleza del lugar.
–¿Es muy cansado su trabajo? –le pregunto a uno de los operarios.
–Hombre, por lo menos lo hacemos sentados. Peor están otros –dice.
–Yo lo veo como un arte este el de poner piedras y hacer dibujos con ellas –le digo para intentar poner en valor su labor.
–¿Arte? No crea. Es poner una al lado de otra.
Empedradores en las inmediaciones de la placeta de Los Carvajales / A. C.
Poner piedras una a una en un rodal debe acercarte a la filosofía, te hace ser un existencialista y puede que encuentres en esa labor la paz que no tiene tu vida. Allí todas encajan y a la que no se le da con un martillo hasta que encuentra el sitio. Como en la vida misma.
En la plaza hay un ciudadano que se apellida Olmos –como los árboles– que ayuda a la asepsia del lugar: recoge de los bancos algunas botellas vacías para echarlas a la papelera.
–¿Tanto les cuesta dejar la plaza limpia cuando terminan de beber? –se pregunta así mismo cuando deposita una litrona vacía en el recinto.
En una esquina hay una pareja de japoneses (creo) que miran detenidamente la pantallita del móvil. La Alhambra desde allí exhibe su belleza mañanera y el Tajo de San Pedro parece menos tajo. Una chica joven con muchos tatuajes en los brazos intentar fotografiar la Torre de la Vela reflejada en la poca agua que hay en el pilón alargado que hay en mitad de la plaza. Me siento unos minutos en el banco y me ensimismo en mis pensamientos: que no se me olvide comprar el pan. También me acuerdo muy por encima de la leyenda de uno de los Carvajales, un tal Don Fernando, que estuvo a punto de casarse con su propia hija. Lo cuenta muy bien José Luis Delgado. Estaba a punto de celebrarse la ceremonia en el lugar donde está la placeta cuando alguien advirtió que la boda no podía celebrarse porque la novia era la hija del novio. Debido a un episodio lejano, la niña fue cambiada por una nodriza en el momento del nacimiento. La nodriza se lo dijo al interesado cuando estaban a punto de casarse. Total, que don Fernando perdió ese mismo día una esposa, pero ganó una hija. Otra Carvajal estuvo casada con el negro Juan Latino. La placeta tiene su historia. Me resisto a irme de allí. Siempre me da pena dejar los sitios en los que estoy a gusto. Decido irme al tiempo que los japoneses levantan la vista del móvil. ¡Por fin han encontrado el sitio al que querían ir!
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