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[PRENSA] Urbanismo: Un futuro más verde para Granada

Vista de Granada desde el Valle del Darro. Antonio Casas

“La lectura del Plan de Ordenación Especial muestra que, en esencia, su objetivo es urbanizar mediante viviendas o aparcamientos casi cualquier terreno disponible del Albaicín y el Sacromonte”, José Padial, profesor de zoología de la UGR.

El Salto, 14-02-2023

Quien haya subido al cerro Manflor ha llegado a un lugar especial. Así lo debió sentir la gente de la villa romana que habitó esta ladera, el monte Ilipula de aquellos días. Se dice que aquí veneraban a Ceres, diosa de la tierra, la fertilidad, la maternidad, y las cosechas. No por nada elegiría el Apóstol Santiago este lugar, acompañado de San Tesifonte y San Cecilio, para dar la primera misa de Europa, según la leyenda más extraordinaria de la ciudad de Granada. No en vano se ha venido a llamar Valparaíso al espacio que abrió el río entre estos cerros.

A la espalda de la Abadía del Sacromonte sube un sendero al Manflor. Discurre junto a un gran aljibe, atraviesa una dehesa de bancales con olivos y almendros hasta llegar a una alberca seca, deja de lado una vieja calera, y trepa hasta la discreta cumbre a casi mil metros. Aquí se disfruta uno de los paisajes más espectaculares de la ciudad de Granada. Al norte, la Sierra de Huétor, a tiro de piedra. En lo hondo del valle se intuye el río Darro serpenteando entre un séquito de fieles chopos, sauces y fresnos.

De este a oeste nos llena la vista la inmensa mole de Sierra Nevada, epicentro de la Cordillera Bética. Las cumbres nevadas destacan sobre el picacherío grisáceo de la baja montaña dolomítica. La desproporcionada magnitud de la sierra se aprecia mejor aquí que desde cualquier otro ángulo. El Cerro de la Alhambra es un minúsculo promontorio a sus pies. La Alhambra no ocupa el primer plano, como desde San Nicolás. Se ha convertido en un bello detalle del magnífico paisaje. Hacia el oeste, el escarpado valle se rompe en la vega y asoma la ciudad. Desde allí llega el repicar de las campanas. Más a la mano, por donde se pone el sol en invierno, se ve la Ermita de San Miguel y la muralla de la ciudad. Desde ella se extiende hacia nosotros un espacio abierto, el campo, que avanza sin detenerse por todo lo que nos rodea.

Pasear por este paisaje libre de asfalto, cemento y luces es estar en el campo y sin embargo seguimos en la ciudad. Nos encontramos en un espacio que a duras penas conseguimos encajar conceptualmente. Instintivamente disociamos campo y ciudad como se separan el agua y el aceite. No es de extrañar. Muchas ciudades ya han cedido a la inercia urbana esa matriz rural que las nutría. Cada vez más yermas, focos de contaminación y ruido, las ciudades se perciben como antítesis de lo natural. 

Granada nos brinda aún la rara oportunidad de vivir junto al campo en el centro de la ciudad. En un plis plas podemos dejar atrás el bullicio y perdernos entre montes, vegas y ríos. Este espacio libre, que no rodea la ciudad sino que es ciudad, posiciona a Granada en un lugar privilegiado para luchar contra los retos que enfrentan las ciudades de todo el mundo. Por este motivo, un grupo de expertos en urbanismo se reunió en Granada el pasado octubre a discutir el futuro de las ciudades y encontrar soluciones.

Estuvieron de acuerdo en que la más necesaria de las intervenciones urbanísticas consiste en abrir las puertas de la ciudad al campo. Invitaban a los ayuntamientos a que dejen que el campo se les meta en la ciudad. Proponían que la ciudad se integre con su periferia rural mediante parques y renaturalización. Este reverdecer de la ciudad, comentaban, es clave para responder a los efectos del incremento global de las temperaturas, así como a las necesidades de esparcimiento, silencio y aire limpio de una población cada vez más estresada y alienada.

¿Quién no ha huido en verano al bosque de la Alhambra o al Parque Federico García Lorca buscando frescor y paz? La hostilidad creciente de las ciudades de la que nos advierten los expertos la hemos experimentado ya empíricamente en su forma más extrema, como animales de laboratorio sometidos a una dura prueba. Durante la pandemia la gente ansió el campo y en cuanto pudo marchó como en peregrinación por el camino del Sacromonte. La naturaleza siempre ha sido una vía de escape.

Aunque Granada todavía conserve valores naturales excepcionales, los ha tratado con desprecio. Desatinos urbanísticos empujados por la vieja idea de que lo natural estorba a la ciudad, nos han robado un presente incomparablemente mejor. No hay más que contemplar el paisaje. La Vega conquistada por naves industriales, centros comerciales y carreteras. El río Genil encauzado en cemento; su agua convertida en mera carroña líquida al entrar en contacto con la ciudad. El Beiro ya ni existe, no es más que un canal de aguas sucias repleto de basura. El Dílar es un pedregal reseco, una rambla, despojado de su bosque de ribera. El Darro desaparece como una cloaca a su paso por la ciudad. Valparaíso y la Dehesa del Generalife no son más que un leve recuerdo de lo que fueron y una incumplida promesa de lo que podrían ser.

Cabría esperar por tanto que la nueva propuesta de ordenación para la ciudad, que contempla un Plan Especial para el Albaicín y el Sacromonte, diera los pasos necesarios, decisivos, casi definitivos, para lanzar a Granada hacia un reverdecimiento de todo el territorio urbano susceptible a ello. El Plan induce a pensar que esa es la intención: “la ordenación propuesta tiene como eje principal el respeto y protección al medio ambiente, la biodiversidad y velar por la preservación y puesta en valor del patrimonio natural, cultural, histórico y paisajístico. Asimismo, se orienta hacia el cumplimiento de las medidas necesarias para la adaptación, mitigación y reversión de los efectos del cambio climático”. Y sin embargo, supone un auténtico varapalo a esta oportunidad. En su empeño por finalizar una larga lista de tareas inacabadas de viejos planes, acaba cediendo al hipnótico cortoplacismo del ladrillo, el turismo y el coche.

Todo lo contrario. Donde el año pasado se plantaron 16.500 árboles mediterráneos el Plan contempla ahora una carretera y un aparcamiento. La carretera seccionaría la ladera del Cerro Manflor para dar mejor acceso a coches y microbuses turísticos a la Abadía y al Sacromonte. Añadiría asfalto, señales de tráfico, y quitamiedos al suelo catalogado por el Ayuntamiento como espacio libre de excepcional valor ecológico, como Hábitat de Interés Prioritario por la Directiva Hábitat de la Unión Europea, y como entorno de un Bien de Interés Cultural (BIC).

Sobre este paisaje se planea además, en conjunto con la carretera, un gran aparcamiento para dar cabida a los vehículos de los visitantes cada vez más numerosos que acuden a los eventos de la Abadía. Desde el cerro Manflor no divisaríamos ya una dehesa de encinas, aladiernos y olivos centenarios, restaurada quizá, con su alberca y aljibe, y su sistema de captación de agua del S. XVI. No disfrutaríamos de un entorno monumental integrado y embellecido, como obliga la Ley de Patrimonio Histórico de Andalucía. Contemplaríamos no un paisaje conservado, sino transformado irreversiblemente en disonancia con la estética y los valores del paraje.

Más abajo, en el valle, a la entrada de la Abadía, sobre el Camino del Sacromonte, se planea otro aparcamiento sobre suelo rústico de valor. El Plan lo dispone como lugar de reposo de microbuses a la espera de visitantes mientras estos disfrutan del espectáculo de las zambras. Hasta hoy este lugar sirve a los vecinos de improvisada zona de esparcimiento. Es en realidad el único “parque” del barrio, sin columpios, ni fuente, ni bancos, ni sombra (ni un cartel que informe de los valores del lugar, como la vecina necrópolis romana, el conjunto monumental de la Abadía, la Ermita del Santo Sepulcro, el corredor ecológico de la Sierra de Huétor, o el Valle del Darro).

No es más que un descampado de grava al que, por sus desvencijadas porterías, aún se le llama campo de futbol. Como no existe ni un solo parque en los tres kilómetros de longitud del barrio, aquí juegan los niños cuando se hartan de hacerlo sobre la carretera, aquí pasean sus perros los vecinos y se juntan a celebrar la festividad de San Cecilio, patrón del barrio, o a ver pasar al Cristo de los Gitanos. Construir un aparcamiento en vez de un parque integrado en el entorno fresco del río Darro y los jardines de la Abadía no solo contradice las intenciones del Plan, también hace un flaco favor a los habitantes del barrio.

Es probable que muchas de las actuaciones propuestas se enfrenten a problemas de índole legal y técnico que imposibiliten su desarrollo. Tal desenlace sería una buena noticia pero no un gran logro. Las ideas que han dado lugar al actual Plan no habrían sido suplantadas. Condicionada por el atávico rechazo a lo natural que aún domina el urbanismo, la ciudad continuaría alentando la construcción, el transporte privado y el turismo de masas en áreas de alto valor ecológico y cultural de las que depende su porvenir. El logro reside en un cambio de mentalidad que encamine a la ciudad hacia un futuro más verde y saludable.

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