PRENSA: ‘La máscara del verdugo del Albayzín’
Bernardo Sánchez Bascuñana en un fotograma de la película “Queridísimos verdugos”, rodada a finales de 1970.
Nueva entrega de ‘Leyendas de los Nuestros’, la serie de historias y anécdotas familiares de José María García Labrac que nos invita a recorrer la memoria íntima y colectiva de varias generaciones de granadinos. En este capítulo, un relato inquietante que te recomendamos especialmente.
A mediados del pasado siglo, una figura misteriosa recorría las calles y cuestas del Albayzín, con un halo casi fantasmagórico, adornando el pintoresco paisaje del barrio, repleto entonces de vida (ahora se ha convertido en la zona cero de la Granada turística, un enorme parque de atracciones para los visitantes que buscan el embrujo perdido de la capital nazarí).
El personaje, que habitaba en el Carmen de San Cayetano de la calle Zafra, despertaba a su paso los comentarios temerosos de la vecindad, consciente de la insólita profesión a la que se dedicaba. Su atuendo habitual, un sombrero de ala ancha y una capa, ambos de color negro, no contribuía precisamente a acallar los rumores de la gente.
Aquel peculiar vecino se llamaba Bernardo Sánchez Bascuñana y era el verdugo titular de la Audiencia Territorial de Sevilla, uno de los tres que existían en la España de la época. Nacido en 1905 en la localidad sevillana de Carrión de los Céspedes y afincado desde joven en tierras granadinas, entró en la Guardia Civil después de la sublevación franquista del 36, permaneciendo en el Cuerpo hasta 1949, cuando obtuvo la plaza de verdugo, conservando el nuevo empleo el tiempo que le quedaba de vida (murió de cáncer en marzo del 72).
El verdugo de la Audiencia sevillana en otro fotograma de la cinta de Basilio Martín Patino.
Poco antes de fallecer, Bernardo intervino, junto con los otros dos «ejecutores de sentencias» del momento, en la película documental “Queridísimos verdugos”, dirigida por el cineasta Basilio Martín Patino (la cinta se rodó en diciembre de 1970, pero no pudo estrenarse hasta abril de 1977, una vez enterrado el dictador en Cuelgamuros). Sus testimonios y apariciones en el filme retratan a la perfección la compleja personalidad del «administrador de justicia»: católico devoto, aprendiz de poeta, relamido galán y funcionario orgulloso de su macabro oficio.
La capa del verdugo se enseñoreaba del Albayzín cuando su dueño salía de casa, dejando tras de sí un rastro de inquietud, sobre todo cuando Bernardo llevaba consigo el maletín en el que guardaba su principal instrumento de trabajo: los hierros del garrote vil. Sin embargo, los vecinos cercanos de Sánchez Bascuñana, los que lo conocieron más allá de las habladurías, siempre dudaron de la versión oficial. Parecía imposible que un señor tan caballeroso y educado pudiera ocuparse en tales menesteres. A diferencia de sus compañeros de profesión, el «ejecutor» de la Audiencia de Sevilla sabía seducir al público, delante y detrás de las cámaras, cultivando una cuidadosa imagen de sí mismo, muy alejada del estereotipo encarnado por Pepe Isbert en la genial obra cinematográfica de Luis García Berlanga (“El verdugo”, 1963).
El «ejecutor de sentencias» sonriendo y disfrutando de un cigarro.
La calle Zafra, en la que residía el verdugo, es una perpendicular entre la Carrera del Darro y San Juan de los Reyes, próxima a la iglesia de idéntico nombre. Por ello, no es de extrañar que Bernardo se paseara por los alrededores, concretamente por la mentada calle San Juan de los Reyes, el lugar en el que ocurrió un curioso encuentro que merece la pena reseñar.
El «administrador de justicia» en una nueva escena del filme documental, estrenado varios años después de su muerte, acaecida en 1972.
Un día sin fechar de los años cincuenta, hacia 1955, una niña empezó a llamar a voces a su madre, asustada porque un hombre de aspecto tenebroso había cogido de la mano a su hermano menor. El sujeto, ataviado con sombrero, capa y botas, interrumpió los juegos de los chaveas a la altura de un popular establecimiento de San Juan de los Reyes (la desaparecida tienda de Pepe, el de la Jesusa), sin ningún tipo de oscura intención, quizás solo para tranquilizar al crío, impresionado por su inquietante presencia. El intento apaciguador del verdugo, que únicamente pretendía regalar unos caramelos al pequeño, consiguió el efecto contrario, provocando las voces de la chiquilla, que alertaron enseguida a los habitantes del entorno, incluida la matriarca de la familia.
El embrollo se aclaró al instante, charlando amigablemente la madre de los niños con don Bernardo, que continuó su caminata al cabo de pocos minutos. Conozco la anécdota porque me la contó uno de sus protagonistas: mi padre, José María García Jiménez (1952), el chavea de dos o tres años que se topó en aquella ocasión con Sánchez Bascuñana. Él ni siquiera recuerda la escena, que le fue relatada más tarde por otras de sus participantes: mi abuela, Teresa Jiménez de Toro (1927-2014), y mi tía, María Teresa García Jiménez (1950-1999).
El mito del penúltimo verdugo del sur de España, entremezclado con las Leyendas de los míos, me ha interesado desde que tengo uso de razón. La máscara de terror y afectación, bajo la que se escondía el «administrador de justicia», demuestra precisamente la anormalidad de su oficio, un empleo maldito que confío en que jamás vuelva a aparecer en la historia de “este país de todos los demonios” (Jaime Gil de Biedma, “Apología y petición”, 1961-62).
El padre del autor en los columpios de una verbena, durante una época cercana a su encuentro con el verdugo (década de los cincuenta).
Coda: «ejecutor de sentencias» y «administrador de justicia» son dos eufemismos con los que se refería a su profesión, en “Queridísimos verdugos”, el propio Bernardo Sánchez Bascuñana. Aprovecho para recomendar encarecidamente el documental, una joya oculta del cine español (está disponible, de manera gratuita, en http://www.ahmagazine.es/un-documental-queridisimos-verdugos/).
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