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PRENSA: Granada, una ciudad muy burra

Compañeros de aguadores y neveros, se reinventaron como atracción turística en los sesenta. La figura del arriero y su burro es una estampa en sepia de la vida esta ciudad

Leer en Ideal, 30-07-2017

Prácticamente han desaparecido de las calles pero, hasta hace poco más de sesenta años, no se concebía un oficio sin este animal: panaderos, agricultores, cacharreros, aguadores, neveros… todos se beneficiaban del buen trabajo de los burros. Tener uno de estos animales garantizaba el sustento de una familia y su lento trote era una imagen más que habitual para los granadinos.

Quizás fuese Granada una de las últimas ciudades en las que desapareció el oficio de arriero gracias a que, por las escarpadas calles del Albaicín, solo trepaban los jumentos. A principios de siglo XX figuraban en el censo unos 38.600 pollinos, en los años ochenta, solo una veintena de burros enanos pululaban por el empedrado granadino. Hoy, es una imagen extraordinaria. Antes iban del almacén a la obra, aguantaban a la ida la carga y a la vuelta, el liviano peso de su dueños. En la gloria de otros tiempos eran capaces de ir más allá de las fronteras granadinas, a por aceite a Jaén, a por harina a Ciudad Real… años después su horizonte era la Vega.

«Yo he hecho viajes de hasta dos semanas a tierras de la Mancha. Para allá llevaba carga de aceite que recogía en Jaén y para acá me traía harina», le contó uno de los últimos arrieros granadinos al redactor de IDEAL Gabriel Pozo (‘En Granada quedan media docena de arrieros’ Ideal, 29 de julio de 1982). Con una colilla colgando de la comisura de labio, y la cara abrasada por el sol hasta la línea blanca marcada por la gorra, el arriero recordaba para el periodista los mejores años del oficio. «Eran otros tiempos. Te jugabas el pellejo porque había hambre. La guerra nos dejó a todos en la miseria y había que estraperlar como se podía. Pero lo malo de todo no era andar durante semanas; como la Guardia Civil vigilaba los caminos, teníamos que atravesar el campo por ‘andurriales’ que ni siquiera podían cruzar las cabras, y de noche. Lo peor era andar de noche y estar escondido durante el día. Cuando se empezaba a ver, se buscaba un buen sitio o una mata grande donde esconderse. Allí descargábamos las bestias y las amarrábamos y nosotros a dormir. Y luego, cuando llegaba la noche, otra vez lo mismo, a cargar y pitando para adelante». Un trabajo peligroso.

Aguadores y neveros

Su estampa está muy unida a la ciudad de Granada y ha habido aguadores por sus calles hasta prácticamente los años 50. El aguador suplía la falta de un servicio municipal de aguas potables y, con ayuda de su pollino, bajaban a la ciudad agua fresca del Avellano, de la Teja, de la Salud o el Algivillo, una imagen tan autóctona como la del nevero, hombres fuertes que subían desde Granada a los ventisqueros del Veleta para traer la nieve en los serones, envuelta en paja y apretada, para luego venderla en la ciudad.

Las burras de Pepica

Juan Bustos recordaba en uno de sus ‘Diario de la Historia’ a Pepica, una mujer que alquilaba burros en la placeta de Santa Ana a quienes no querían subir a pie las cuestas del Albaicín o del Sacromonte: «Los canónigos de la Abadía eran los clientes más asiduos de ‘Pepica la de las burras’ -como se la llamaba- y le alquilaban por una peseta los dóciles asnos para hacer más cómodo el empinado camino. Los chiquillos de los alrededores se ofrecían, alborozados, para servir de espoliques a los eclesiásticos y de esta forma, al regreso, disfrutar del placer de montar solos, cual jinetes consumados, tan pacíficas monturas».

El burro albañil

Con la expansión de la industria en los años 60, los camiones relegaron el trabajo de los arrieros a las zonas donde no podían entrar las máquinas como el barrio del Albaicín que, con sus calles estrechas e infinidad de escalones, fue el último reducto para este trabajo. Se aprovechaban los burros de carga en las labores de construcción para llevar materiales y sacar los escombros. Uno los arrieros que trabajaban en las obras del barrio era José Hernández y el suyo es otro de los testimonios recogidos por el redactor para el artículo citado:

«-¿A cómo están los precios de los viajes?

-Yo sirvo el saco de cemento en la puerta de la casa a 400 pesetas, la carga de arena a 30 duros, según esté de lejos, y el de escombro a 10 ó 12 duros, pero no me interesa, porque es muy barato el viaje y si hay que sacarlo del centro de Granada aún peor».

Y era habitual para los arrieros alternar este empleo con las labores de recolección agrícola en la Vega de Granada o la caña de azúcar en Motril o Salobreña.

Atracción turística

Pero la agricultura y la construcción dejó de necesitarlos y los rebuznos de los pollinos se sustituyeron por los motores de los transportes mecanizados más rápidos, baratos y eficaces. Cuenta que era frecuente ver camiones con ocho o diez burros que cargaban en los pueblos para llevarlos directos al matadero. En muy pocos años casi desaparecieron del paisaje, excepto en Granada «Aquí fuimos tirando unos años bastante bien, yo diría mejor que transportando picón del monte. Con nuestras bestias bien limpias, la albarda nueva y con collares de cascabeles y campanillas íbamos a buscar a los turistas para subirlos a la Alhambra y pasearlos por la ciudad. No veas lo que nos reíamos viendo a esos alemanes tan grandes arrastrando los pies por los dos lados; ellos disfrutaban más que en el Oeste y a nosotros nos daban de comer. Cada día organizábamos dos excursiones de tres o cuatro horas por Granada. Aquello era un espectáculo». Pero también acabó prohibiéndose.

Hoy en día el oficio de arriero es prácticamente desconocido, han desaparecido las ferias de ganado, los trueques y tratantes que miraban el diente de las bestias para saber su edad. Algunos burros quedan en la ciudad… pero eso es otra historia.

José Hernández con su burro en su trabajo diario por el Albaicín. 29 de julio de 1982 / Julio Pedregosa/Archivo de Ideal

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