PRENSA: Apperley, el gitano rubio de San Nicolás
Después de vivir en varios sitios de Europa vino a Granada, donde se enamoró de la ciudad y de una niña de 14 años que fue su musa y con la que se casó. El carmen en el que vivía al lado de la plaza de San Nicolás lo ha comprado un ejecutivo granadino y lo ha restaurado para alquilarlo a familias con cierto poder adquisitivo.
Granada Hoy, 26-06-2022 Andrés Cárdenas
El pintor Apperley tenía un porte que se prestaba al mote. Era alto, delgado, un poco desgarbado, rubio y de cabeza pequeña. Desentonaba en el ambiente albaicinero como una mancha de chocolate en un vestido de primera comunión. No pegaba ni con cola en un barrio habitado por personas más bien pequeñas, morenas y de aspecto agitanado. Por eso en el barrio lo llamaban el ‘inglés del Albaicín’, ‘el gitano rubio de San Nicolás’ o el ‘pintor larguirucho’. Casi nunca George Owen Apperley, que era como realmente se llamaba. Pero a pesar de ese desentono en el aspecto físico, el pintor inglés enseguida hizo migas con personas del barrio y con las gitanas, a las que empezó a pintar casi compulsivamente. Una conocida anécdota sitúa a una joven gitana diciéndole a su padre que un pintor inglés quería pintarla. A lo que el padre, cachazudo y huevón, le respondió.
–Estupendo. Pero cuando termine contigo dile que me pinte a mí el ‘amotocarro’.
El pintor inglés vino a Granada de visita y se quedó casi 16 años. Aquí maduró como artista, aprendió a plasmar los colores que le ofrecía la ciudad, se casó con una granadina, tuvo dos hijos y se compró un carmen justo al lado de la plaza de San Nicolás, que ahora ha sido remodelado y puesto en alquiler por una empresa granadina que se dedica a estos menesteres. Del pintor queda su imborrable recuerdo y una estatuilla que le hizo en 1944 Mariano Benlliure y que está puesta en una pequeña plaza (La Gloria) en una calle que sube al Albaicín. La donó a la ciudad en 2007 la familia del pintor. Allí está el artista inglés con su paleta y pincel en la mano, rodeado de una reja artística con la intención de persuadir a los ladrones de placas, pues en dos ocasiones han sido sustraídas las cartelas en las que estaba el nombre del pintor, una de ellas con el nombre mal puesto. Ahora la inscripción es de piedra. También, si alguien va a la pastelería López Mezquita y pide un ‘apperley’, le darán un pastel en forma de paleta de pintor. Esto tiene su historia. Resulta que George Apperley era asiduo visitante de López-Mezquita. Un día de 1925 y, para evitar confusiones a la hora de hacerse con algunos dulces, mandó a su criada a comprar con una pintura que mostraba el aspecto que tenían y donde ponía «6 pastelicos de estos». Desde entonces el dibujo permanece en la pastelería y dichos dulces tomaron el nombre del artista.
Nacimiento
George Apperley nació en junio de 1884 en la ciudad inglesa de Ventnoren y en el seno de una familia aristocrática, de corte militar. Huérfano de padre desde muy pequeño, contó con la oposición de su familia para dedicarse a la pintura: su padrastro pretendía que fuera miembro del ejército y su madre que se convirtiera en religioso. Debido a su espíritu rebelde, ni una cosa ni otra. Se matriculó en la Herkomer Academy, y en ella inició su formación artística. De la escuela lo echaron debido a su carácter indomable y poco después consiguió viajar a Italia con su tutor de arte, donde expuso en 1904. Con apenas 20 años ya exponía en las mejores galerías de arte de Europa. Viajó por varios países europeos, y vivió, hasta la primera década del siglo XX, en Lugano, Londres y Bushey. Luego estuvo en Madrid y en 1916 viene a Granada, ya divorciado de la mujer con la que se había casado en Inglaterra y con la que había tenido dos hijos. Antes había pintado acuarelas en Sevilla, Ronda y Cádiz, así que le faltaba tener entre su colección a la ciudad de la Alhambra. «Vine en plan visita. No era mi intención quedarme en Granada para siempre, pero creo que aquí estaba mi destino», le escribe a un amigo.
José Carlos Brasas, que tiene publicada una extensa biografía sobre el pintor, dice que además del bellísimo y pintoresco paisaje granadino, le interesaban cada vez los tipos populares y, en especial, las gitanas del Albaicín y del Sacromonte, temas que compaginaba en estos primeros años con sus característicos cuadros de ninfas y sátiros, centauros y náyades.
Apperley vino aquí prácticamente sin un duro en el bolsillo y empieza a ganarse el sustento vendiendo sus cuadros. Se convierte en un bohemio y soporta un sinfín de privaciones. De esta época diría más tarde: «Viví sin dos gordas, eran tiempos en los que vendía mis cuadros a chavo y cuarto». Cuando viene a Granada ya está totalmente rota su relación con su esposa inglesa, a la que no volverá a ver. En Madrid se enrollará con una pintora inglesa –miss Norton–, pero la relación dura poco. Al llegar a Granada, vive primero en un viejo molino de la Cuesta de los Chinos con un escenógrafo alemán y cuando se muda a un piso de la Cuesta de los Infantes es cuando conoce a una vecina de 14 años de la que queda prendado. Se llamaba Enriqueta Contreras y era hija de un albañil. Él le pide que pose para sus cuadros, pero ella se niega por ese recato propio de la niña, «que le horroriza posar desnuda ante unos ojos extraños, aún cuando estos fueran los de un artista familiarizado con el desnudo», dice Brasas Egido. Pero él insiste una y otra vez.
Castillos más grandes han caído, debió pensar el inglés. En estos tiempos hubiera sido acusado de pederasta, pero por entonces la llamada edad de la inocencia era otra. El caso es que pasados unos meses la joven al fin acepta y desde entonces se convertirá primero en modelo y musa y después en su esposa, con la que ya vivirá el resto de sus días. El pintor pintaría a la niña con la que se casó en muchas ocasiones. «Desde ese momento Enriqueta aparecerá como constante leit motiv en casi todos sus cuadros, tanto mitológicos como de folklore andaluz», dice Brasas.
La compra del carmen
En Granada Apperley enseguida entra a formar parte del colectivo intelectual y de pintores granadinos. Se da a conocer en la ciudad en una exposición que organiza el Ayuntamiento y el Centro Artístico en la que también participan Morcillo, Ismael González de la Serna, Juan Cristóbal, Ruiz de Almodóvar, López Sancho y Manuel Ángeles Ortiz. Dice Brasas que «aparte de los atractivos cuadritos de desnudos y asuntos mitológicos, en los que no pasaron inadvertidas las remembranzas de Boticelli, las obras que llamaron más poderosamente la atención fueron acuarelas que representaban gitanillas y garbosas mujeres granadinas, verdaderos prodigios de realidad, seducción y gracia». Lo que hacía Julio Romero de Torres en Córdoba lo hace él en Granada.
Apperley pega el pelotazo, económicamente hablando, en una exposición que se celebra en el hotel Palace de Madrid, que fue visitada incluso por los reyes Alfonso XIII y María Victoria Eugenia y muchas personas relacionadas con la realeza. Las reseñas aparecidas en prensa elogiando los cuadros del autor hace que se vendan todos los cuadros a un precio estimable. A su regreso a Granada, con el dinero obtenido, compra dos pequeñas casas junto a la plaza de San Nicolás y las convierte en un bonito carmen al estilo granadino, desde donde ve en primer plano la Alhambra y el subyugante decorado de Sierra Nevada al fondo. ¿Qué otra vista puede inspirar más al pintor? Allí se pone a pintar febrilmente y a resaltar la belleza de Granada a través de sus pinceles. En el carmen monta su estudio por donde pasan las gitanas, bailaoras, cantaoras, guitarristas, mendigos… Sin duda se convierte en el pintor que mejor refleja la diversidad y el pintoresquismo del Albaicín. Sus obras comienzan a cotizarse y son muchas las personalidades que pasan por su estudio y le compran cuadros.
Su estudio se convierte también en lugar de cita de pintores y músicos granadinos: Gabriel Morcillo, Rodríguez Acosta, Manuel de Falla y Ángel Barrios, entre otros.
En 1923 nace su primer hijo, que le pondrá el nombre Jorge. Después nacerá Enrique. Era la época de plenitud y felicidad del pintor. En Madrid se le admira y le tientan para que viva allí. Pero su sitio está en Granada. En 1929 el gobierno español le compra su cuadro titulado La Melancolía, lo que consideró el pintor un honor porque era la primera vez que el Estado compraba una obra de arte.
El defensor del Albaicín
Por entonces, subraya Brasas Egido, Apperley está totalmente enamorado de Granada y se convierte en un defensor infatigable del Albaicín. Son numerosas las cartas al director que escribe para La Publicidad y El Defensor de Granada, con el consiguiente sentido del humor, en las que denuncia los atentados contra el patrimonio urbano y monumental, clamando sobre todo porque se respetasen las costumbres y el tipismo del barrio. Tal es su tenacidad en ese sentido que hace que el Ayuntamiento desmonte unas farolas nuevas que se habían puesto en el barrio y que a juicio del pintor eran horribles. El mal olor del barrio es otra de las batallas que libra en los periódicos.
«Tantas críticas y denuncias porque se respetase el Albaicín y sus quejas por la falta de orden y civismo en el barrio, así como por su talante político conservador, terminaron por granjearle cierta animadversión por parte de algunos sectores extremistas granadinos», escribe Brasas.
Apperley es un monárquico convencido y en vísperas de la proclamación de la II República le envía una carta a Alfonso XIII declarándole su adhesión y simpatía. Por eso no es de extrañar que los primeros años de la República el pintor lo pasara realmente mal en su carmen albaicinero. Un día le pusieron una bomba casera en el portón de su casa y otro le robaron las gallinas que tenía en el barrio. A raíz de ese robo el pintor puso un letrero visible en el carmen: «Aviso a los señores rateros que ya no me queda ninguna gallina».
A los dos años de establecerse la República en España, Apperley decide llevar a su familiar a Tánger, donde murió de una hemorragia cerebral en 1960. Tenía 76 años cuando ello sucedió.
El carmen ha sido restaurado
Apperley se fue con su familia a Tánger, pero todos los años regresaba a Granada a pasar unos días a su carmen albaicinero. Aquí tenía muchos amigos, entre ellos Manuel Pérez Serrabona, que lo invitó varias veces a su casa de Vélez Rubio. Cuando muere Apperley, su viuda Enriqueta deja la ciudad de Tánger y se establece en Granada. Convierte el carmen en una especie de museo en recuerdo de su marido. Allí vivió hasta que murió en 1980.
El carmen ha estado desocupado varios años, hasta que el hijo del pintor, Enrique, lo puso en venta. Fue adquirido por un ejecutivo granadino que lo ha restaurado y le ha confiado su gestión a Chezmoi Homes, una empresa granadina que se dedica a alquilar cármenes y viviendas de lujo a viajeros y turistas. En la restauración se ha tratado de conservar la esencia del carmen, ese ritmo especial y esa geografía plácida y sin tiempo desde la que el pintor inglés observaba la Alhambra.
Desde casi todas sus estancias se ve el monumento nazarí en todo su esplendor. Las habitaciones han sido decoradas intentando que no se pierda esa alma que vive en este tipo de viviendas. Se ha incorporado una pequeña piscina y un amplio garaje para que el carmen tenga las comodidades que demanda hoy día el viajero con cierto poder adquisitivo. Allí el alma de uno puede latir al unísono con el misterio que siempre proyecta el Albaicín: cerca de un aljibe árabe, de la torre mudéjar de San Nicolás y de la plaza desde donde los turistas comprueban que ha valido la pena visitar Granada. No sé lo que puede costar pasar una semana en el carmen de Apperley, pero de tener dinero suficiente sería una de mis prioridades. Entre otras cosas para acordarme de mi amigo Paco Izquierdo, que para ponerme los dientes largos cuando lo visitaba en su casa del Albaicín me decía en plan chanza: ¡Qué coñazo esto de abrir todas las mañanas las ventanas y ver siempre la Alhambra!
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