PRENSA: La venganza del río Darro hace 70 años
En septiembre se cumplen 70 años del famoso reventón, justo enfrente de donde está hoy el edificio de Correos. De Dauro que le pusieron los romanos ha pasado a llamarse Darro: nunca el nombre de un río ha evolucionado tan ignominiosamente.
Siempre que me pierdo por Granada quién me encuentra es el Albaicín. Uno de los placeres al que me he propuesto no renunciar mientras mis piernas puedan es subir al barrio más antiguo de la capital por la cuesta del Chapiz. En ese trayecto atravieso la Carrera del Darro y casi siempre accedo al barrio moruno por la Vereda de Enmedio. No soy más original que cualquier otro visitante o turista si acabo el paseo en el mirador de San Nicolás. A veces culmino la mañana tomándome una caña en el Aixa, el bar de Plaza Larga. Ya se ha convertido en un rito al que echo de menos cada vez que no lo cumplo. El clímax puede ser total si en los días claros de invierno puedo divisar desde el citado mirador las cumbres blancas de Sierra Nevada.
Para subir al Albaicín, como digo, lo hago por la Carrera del Darro y el Paseo de los Tristes, a decir de muchos viajeros ilustres la calle más bonita y romántica del mundo: el barrio moruno a un lado y el río a otro. El Darro puede ser un aprendiz de río, una esperanza de río, una charca ambulante… Pero es nuestro río. El poeta portugués Caeiro lo dice muy bien para definir el río de su ciudad. «El Tajo es más bello que el río que corre por mi pueblo, pero el Tajo no es más bello que el río que pasa por mi pueblo, porque el Tajo no es el río que pasa por mi pueblo». Lo mismo podríamos decir nosotros del Darro, que es el más bello porque es el río que pasa por Granada.
Pasear junto a su ladera por la Carrera y el Paseo de los Tristes es algo que debían de aconsejar los médicos. Por lo pronto te calma la ansiedad y te abre el espíritu. Por allí los fotógrafos tienen un bonito paisaje que enfocar y los pintores un escenario perfecto para sus óleos o acuarelas. Los grabados, litografías, cuadros y fotografías de aquel lugar que hicieron los viajeros del XIX se cuentan por miles. En ese tramo estaba en carmen del Granadillo, que fue seriamente afectado por un incendio en 1961 y derribado poco después. Está todavía el de los Chapiteles, a la entrada del camino del Avellano, que ya posaba en sus años mozos para los pintores románticos. Santiago Rusiñol, que plantaba su atril de pintor por aquellos parajes, dijo eso tan bonito de «cuando los flores de estos cármenes despiertan al aire, yo me emborracho de aromas, al cual más excitante». Por eso, supongo, sus cuadros le salían tan bien.
No sé si ustedes lo saben, pero si no, yo se lo cuento. La Carrera del Darro estuvo a punto de no ser una de las calles más bonitas del mundo porque había un proyecto de embovedar también el río por ese tramo, desde Plaza Nueva hasta el puente de los Aljibillos, el comienzo de la cuenta del Chapiz. La propuesta fue del ingeniero Fernando Reyes Garrido, propietario del Hotel Reúma y del Carmen de Santa Engracia. Se le ocurrió hacer un proyecto que consistía en entubar el Darro entre los puentes del Aljibillo y el de las Chririmías. Sobre la gran explanada resultante y el bosque serían construidas dos enormes piscinas comunicadas por una cascada, hotel, restaurante, paseos, algunas viviendas, una especie de montaña rusa entre la arboleda, etc. Desde aquí se entraría a la Alhambra a través de la puerta de las Armas y de algún boquete más de nueva apertura. Menos mal que todo quedó en aguas de borrajas.
Los demás tramos si se cubrieron, lo que provocó el lamento de algunos intelectuales como Ángel Ganivet: «¡Granada, ciudad que oculta sus ríos!». El agua oculta que llora a decir de Manuel Machado. El poeta albaicinero Alfredo Lombardo escribió un libro llamado Balada de la ciudad que no quiso ver su río. Una de sus estrofas dice: Viene jugando entre sombras/desde un paraje escondido/ y al llegar la ciudad/ se pierde de pronto el río. Y otra: Y tú, al verme llegar solo/ciudad de mis mil regalos/me ocultas como vergüenza/rompiendo mi alegre canto.
Muchos granadinos se preguntan cómo sería Granada sin el Darro embovedado, cruzando al aire Reyes Católicos y lo que hoy llamamos Puerta Real. Seguro que tendría una estampa romántica imposible de mejorar en cualquier parte del mundo. Pero ya no hay quién lo remedie. ¿O sí? En su última campaña electoral Izquierda Unida-Podemos llevaba la propuesta en su programa quitar el abovedamiento del río hasta Puerta Real, lo que, según esa coalición, se convertiría en un icono de la Granada del futuro. ¿Es factible? Los optimistas dicen que no cuesta tanto y que en otras cosas menos románticas se ha gastado el dinero. Los pesimistas dicen que ellos serán enterrados antes de que se desentierre el río.
Antes de seguir, les voy a contar la historia del embovedamiento del Darro y del reventón que sufrió en 1951. Muchos ya lo saben pero yo la cuento para los que no lo saben. Antes de ser escondido el río partía a Granada en dos mitades y se comunicaba una con otra por varios puentes hechos por los musulmanes. Trece en total, de los que hoy solo quedan cuatro. Pero a su paso por la capital su cauce llegó a convertirse en un muladar sumido en malos olores y con piltrafas de todo tipo. De ahí la derivación de su nombre. El topónimo se relaciona con la existencia de oro en su cauce. Los latinos lo llamaron Dauro, derivado de Dat Aurum, porque da oro. Los musulmanes cambiaron el nombre a Hadarro y después de la reconquista los cristianos le pusieron el Darro, denominación con la que se conocía también al conducto de las aguas fecales. De oro a mierda. Nunca el nombre de un río ha evolucionado tan ignominiosamente.
Setenta años del reventón
Al parecer en tiempos de los Reyes Católicos ya habían advertido el problema del mal olor y de estercolero en el que se habían convertido las márgenes del río y se tapó solo un pequeño tramo de ladrillo. Pero fue a mediados del siglo XIX cuando el tema se tomó en serio. Había que tapar esa cloaca inmunda y maloliente en que estaba convertido el cauce y había que dejar espacio para la circulación de carruajes, que ya empezaban a rodar por la ciudad. Así que manos a la obra. Según el investigador Gabriel Pozo, para hacer tal proyecto se tuvo que destruir mucho patrimonio arquitectónico de la ciudad, sobre todo puentes y fuentes que habían hecho los musulmanes. Pero el progreso era el progreso. «El embovedado del río no se hizo de manera uniforme ni ordenada por tramos continuos y sistemáticos, sino que el cauce se fue tapando a trozos según las necesidades de cada momento», dice Pozo. El tramo que más trabajo costó fue el de Puerta Real, donde estaba el Puente Castañeda y la pensión Zaida, justo al lado de donde hoy está el parking. Y el último tramo, el que va desde Puerta Real hasta su desembocadura y su encuentro con el Genil, se hizo ya en tiempos de la II República y se acabó durante la guerra civil.
Pero los ingenieros de este último cometieron el fallo de no hacerle un sifón. Se comprobó el 12 de septiembre de 1951 –hace justo 70 años– cuanto el río reventó en Puerta Real. La tormenta caída arrastró troncos, maleza y todo lo que pillaba por delante. Los troncos hicieron un tapón a la altura de Puerta Real y el tubo de hormigón que se había hecho unos quince años antes se resquebrajó por la presión del agua. Hay quien vio en aquello la venganza de un río al que no le permitían ver los claros de luna.
No ocurrió una verdadera catástrofe gracias al guardia de tráfico que cortó la circulación y avisó al percatarse de lo que iba a ocurrir. El adoquinado temblaba y eso no podía ser nada bueno. El guardia, que se llamaba Francisco Garzón Pertíñez, paro el tráfico y empezó a dar pitidos para alertar a la gente a que se retirara de la zona.
El reventón causó cuantiosos daños a los negocios colindantes, empotró coches y se llevó locales enteros, como un bar que curiosamente se llamaba La Playa y que quedó convertido en eso, en una playa. Aquello costó al erario público un millón y medio de pesetas, dos días sin agua y más de un mes de obras. El único que salió ganando de aquella catástrofe fue el guardia municipal, al que condecoraron y le dieron mil pesetas de gratificación por su labor. Hoy, la zona tiene construidos dos respiraderos anchos en la curva de Puerta Real para evitar un desastre similar. Esperemos.
Alguna vez que voy por allí con el hidrogeólogo Antonio Castillo me cuenta lo bonito que sería continuar el paseo del río aguas arriba, desde el puente del Aljibillo hasta el del Teatino, entre las laderas del Sacromonte y la Umbría del Generalife. Es un anhelo que tiene él y un proyecto que algún político metió en ese cajón al que van todos los olvidos.
En la cuesta del Chapiz suelo visitar (y tomar un café) el carmen de la Victoria, al que cantó muchas veces el poeta Soto de Rojas porque vivía muy cerca. El carmen de la Victoria pertenece a la Universidad y sirve de residencia de estudiantes y profesores de otras universidades que vienen aquí a dar sus cursos. Pero antes fue un convento que albergaba frailes mínimos y después de la desamortización, en 1835, fue utilizado como instalación castrense, con un hospital militar incluido. Fue antes de convertirse en ruina total cuando fue adquirido por la Universidad. Hubo un tiempo que se decía que por allí todavía pululaban los fantasmas de los frailes que fueron enterrados cuando aquello era un convento. Yo nunca me he topado en aquel lugar con fantasmas. Es más, a veces me relajo de tal forma que me siento vaporoso, lo que me hace pensar que allí el único el fantasma soy yo.
Chorrojumo siempre me da la bienvenida al entrar en el Sacromonte desde su pedestal de bronce. Y yo, por educación, le pido permiso para penetrar en sus dominios. Recuerdo cuando aquel barrio era un imán para las ganas de diversión de los estudiantes. Las mejores tabernas estaban en las cuevas que después se convertirían en tablaos para los turistas. Hasta que asesinaron a un taxista y parece como si al barrio le hubieran echado una maldición. Desde entonces el barrio se encamina a la decadencia.
Les decía que a veces me paso por la Verea de Enmedio, desde donde se ve la Alhambra y el Generalife como en 3-D, parece como si la Alhambra quisiera meterse en tus ojos. Muchos pintores han elegido este lugar para plasmar en el lienzo el monumento. Y los turistas para hacerse selfis. Es un panorama que apenas ha variado en los dos últimos siglos. La visión del arbolado del Valle del Valparaíso en contraste con el marrón de las torres y la alcazaba, resulta de lo más sedativa. Llevo varios años yendo por allí y jamás me canso de ver tal espectáculo. Es más, alguna vez le he dicho a algún amigo que me acompaña que si siento palmarla es por no poder seguir disfrutando de esa vista.
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