PRENSA. Distrito Albaicín: El barrio donde ya no hay misa todos los días
Pérdida de población, turismo masivo y alquileres desorbitados amenazan a un Albaicín deseoso de mantener su esencia
Leer en Granada Hoy, 18-05-2019
Ya no quedan albaicineros en el Albaicín. Francés por aquí, chino por allá, y eso que la colina de la Alhambra aún no dejaba traspasar los rayos del sol mañanero. Las siete monjas que quedan en Santa Catalina de Zafra acababan de hacer repicar las campanas que marcaban las 9 en punto hacía un rato. Samuel, un gestor cultural, les echa una mano. Por un euro, el visitante puede ver la iglesia, la sacristía y el coro. Un matrimonio español acepta pagar el donativo y accede al templo.
Ese el turismo que le gusta a Samuel, y no el que se está viendo por el barrio, y cree que, a la larga, se puede generar un conflicto turismofóbico como pasa en Barcelona. «Haría falta activar otros ejes, que no sólo sea pasar por la Carrera del Darro, la Cuesta del Chapiz y bajar. A los negocios les va bien, pero al vecino autóctono no tanto», explica. Era difícil encontrar a algún vecino con ADN albaicinero. Una señora mayor, ligeramente encorvada, zapatillas de casa, y que sacaba a pasear sus tres perros a la Plaza de la Victoria era candidata. «I’m on holiday», acertó a decir con un cerrado acento, seguramente de Limerick.
También con sus perros y una camada de nueve cachorros en la mochila de María del Mar (46 años), Joaquín (53) arrastra un carrito de la compra y varias bolsas de deporte: se van del barrio. «Creo que hay riesgo de ‘turismofobia’. En 2-3 años ha subido mucho el precio de las casas, cada vez hay más pisos turísticos, y esto tiene que ser albaicinero. Si es para los turistas, se perderá el barrio».
Vivir en el Albaicín es goloso, pero complicado. Los cármenes que guardan todoterrenos de alta gama son la excepción y las generaciones pasan sin recambio estable. Ya no hay misas diarias en San Pedro y San Pablo, dice un vecino que no se quiere identificar. «En la calle Agua no se puede estar. Un día conté diez grupos de japoneses en media hora. Tampoco nos pueden poner un tren que haga del Albaicín un parque temático», se queja Alejandro, un monitor deportivo que aguardaba dentro del Centro Cívico.
Sin embargo, a Pepi no le pueden tocar el «turismo». Atiende el supermercado que su familia regenta desde hace cinco generaciones en la calle Panaderos con un bebé de mes y medio en un brazo y cobrando al cliente con el otro. Su hija acababa de irse para hacer una gestión y tenía que quedarse con la niña. Pero el negocio no para. Trabaja y vive a las puertas de la exultante Plaza Larga, que en primavera brilla en verde y encalado.
«Vivimos del turismo. Sin él, el Albaicín estaría muerto», afirma con la convicción de quien sujeta a su nieta, ensimismada con la camisa de cuadros que viste el redactor. «Pero tienen que cuidar a los comercios, que son los que dan vida. Sin ellos, el barrio dejará de ser el que es». Se refiere a la posibilidad de que se abra un gran supermercado o que los locales sean ocupados «por chinos». También falta policía de barrio, más seguridad y plazas de aparcamiento, desgrana mientras le fía un euro a un anciano que se marcha con su compra del día.
A los vecinos el término gentrificación les suena a consulta del médico, pero lo viven en sus carnes. Difícil pasear sin encontrar una casa o carmen con el cartel de ‘se vende’. También en el Sacromonte, donde preside el horizonte la Abadía de la eterna rehabilitación. «Los vecinos dicen hay gente que es de fuera que está comprando casas», cuenta Carlos, un venezolano empleado en una tienda de recuerdos y que lleva cinco meses en la ciudad.
Unos metros más adelante, Ahmed, dueño de un restaurante, cuenta sus impresiones de un barrio que conoce después de 37 años viviendo en él. Relata con angustia cómo le presionan para que se vaya: «He puesto 18 denuncias y he mandado tres escritos a la Subdelegación. Me han quemado el bar, hecho pintadas, sacado una navaja, y tengo hasta órdenes de alejamiento».
Relata que un amigo suyo, «un americano» que fleta petroleros desde el mismo Sacromonte quiere irse porque entraron a robar en su casa. Por eso pide «seguridad de verdad», con «policía secreta». «Si Málaga o Sevilla tuvieran un barrio turístico como este, no dejarían que estuviera así. Aquí vienen a comprar casas muchos extranjeros de alto poder adquisitivo que luego se arrepienten», dice indignado.
Mientras tanto, El Fargue y Haza Grande viven completamente ajenos a la vida del distrito al que pertenecen. En el punto más alto de la capital, Consuelo (73), Ana (77) y Lourdes (80) no pedirían nada especial a un candidato a la Alcaldía. Quizás «aparatos de gimnasia para mayores«, ya que en la parte alta de la barriada no han puesto ninguno y obligan a estas ancianas a caminar kilómetro y medio.
También más frecuencias de autobús los fines de semana. No les afectan los cortes de luz que, como en la zona Norte, se producen también en Haza Grande. «Bueno, alguna vez sí se ha ido rato», dice una de estas señoras, que también cuenta ha repuntado «algo» el «tema de la droga», aunque no sienten inseguridad.
Por la Cuesta Alhacaba se derrama el Albaicín. Es como si se pintara un degradado. El barrio se pierde hasta que el empedrado se alisa en asfalto. Arriba queda una esencia social que cuidar.
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