PRENSA: ¿Quién es el comprador de caca de Granada que pone carteles por el Albayzín?
Decenas de carteles pegados por el Realejo y el Albaicín buscan heces, mocos y lágrimas, provocando tanta curiosidad como asco entre los vecinos.
Dos amigos recorren calle Molinos a las cuatro de la tarde como una pareja de forajidos en mitad del desierto. De haber chicharras, cantarían. Al girar hacia el Campo del Príncipe, la sombra de la esquina les da un respiro y una excusa para charlar. El muro está repleto de anuncios que parecen sacados de un viejo western, aunque nadie pone precio a ninguna cabeza. «Cómo están las cabezas», exclama uno de los amigos. «¿Por?», pregunta el otro. «Mira». El dedo señala un folio pegado con una tonelada de cinta aislante en el que se lee «se compra caca humana. Informes». Hay un teléfono de contacto.
-¿Diga?
-Buenas tardes, llamaba por el anuncio. El de la caca. ¿Para qué las quiere?
-No le puedo revelar la razón, pero no es ningún tipo de perversión extraña, se lo aseguro.
-¿Por cuánto la compra?
Tras caminar por Molinos, Príncipe, la Cuesta del Realejo y Santiago, resulta que los carteles de la compra de caca están pegados por todo el barrio. Es muy fácil toparse con uno de esos anuncios y, sin querer, llevárselo pegado en el zapato. En el Covirán, dos señoras hablan, por los pasillos del supermercado, de los «dichosos» anuncios.
-Eso es para ciencia, mujer. Las usan los científicos para investigaciones y cosas del cuerpo.
-¿Y no hay otra forma de pedir eso? Es asqueroso.
-No sé, mujer, supongo que será un investigador del barrio, ¿no?
-Yo creo que es un loco. Para qué quiere nadie la caca de otro. Es un loco, te digo.
Una tercera señora, que había pegado la oreja a la conversación, se acerca educadamente y carraspea para hacerse notar. «¿Saben que hay otros carteles? Sí, otros. Ayer vi este en calle Elvira». Entonces, la mujer saca el móvil, busca una fotografía y la muestra en la pantalla. Es un folio, con el mismo estilo y tipo de letra. Pero el mensaje es otro: «Se compran lágrimas. Desde 5 ml hasta un río». El teléfono que acompaña es el de la caca.
-¿Diga?
-Hola, ¿compra lágrimas? ¿Para qué las quiere?
-Para emocionarme.
Más arriba, en el Albaicín, en el supermercado de la calle Pagés, Edu ha dejado que pongan uno de esos carteles, el de la caca, dentro del comercio, lo que ha provocado innumerables conversaciones e hipótesis alocadas. Tras varios días, las teorías que cuentan con más apoyo son: fines energéticos, abono de plantas, análisis de laboratorio y, por último, analizar emociones. El que colocó el anuncio es alguien del barrio, un habitual, un vecino, dicen, «muy simpático».
-¿Diga?
-¿Quién eres?
-Soy Diego. Si quieres, vente acá y te cuento.
En Plaza Larga chispea y el suelo resbala. Diego está sentado en la última mesa de la terraza del bar, tomando un refresco bajo el chambao. Sonriente, se levanta y saluda con efusividad. «Venga, demos un paseo», invita. Diego Ortiz nació en Colombia hace 44 años. Licenciado en Historia, se vino a Sevilla en 2011, para trabajar en el Archivo General de Indias, donde desarrolló varias investigaciones históricas sobre América Latina en el siglo dieciocho. «Sobre la colonización y el periodo de administración colonial española allí», explica. Llegó a Granada hace dos años, porque su pareja encontró trabajo aquí y él pasó a dedicar todo su tiempo a la crianza de su hijo, que ya cuenta siete velas. «Y entre medias tuve una pequeña estancia en Gaza y Cisjordania para una investigación con Palestina». Ahora colabora con una asociación cultural de las cuevas del Albaicín, organizando actividades para chicos de Primaria: «Queremos que conozcan el campo, la montaña, la historia del barrio y su conexión con la naturaleza a través de expediciones y paseos». Diego, en mitad de la Calle del Agua, se gira y se acerca a un recoveco donde hay varios papeles pegados. Entre otros, uno de sus anuncios: «Compramos mocos ecológicos o en su defecto mocos normales. Preferiblemente en paquetes similares al de las pipas».
-Diego, todo esto ¿por qué?
-En este momento de crisis, estamos en un proceso en el que casi todo empieza a mercantilizarse. Nuestras propias secreciones humanas ante la crisis también podrían convertirse en una oferta de mercado. Pretendo medir, a través de las llamadas, el nivel de interés que se tiene por vender cosas que no son vendibles. Y, en cierta manera, para motivar la sociabilidad del barrio.
-¿Y lo has conseguido, lo de la sociabilidad?
-¡Sí! Es muy divertido ver cómo los vecinos hablan en las tiendas y en las calles sobre qué será eso de comprar caca o lágrimas. Les hace pensar y les hace conversar.
-¿Pero has comprado algo?
-Es una provocación. La puerta de entrada para discutir cuestiones mucho más profundas. El que lo lee piensa por un momento: si no hago más que comer mierda, ¿por qué no voy a venderla? Pero todo esto es simbólico, no ha existido nunca un intercambio real. Nunca nadie vino con una bolsa de caca para vender. Pero, como diagnóstico, anoté que mucha gente estaría dispuesta a venderla.
900 llamadas
Diego lleva contabilizadas algo más de 900 llamadas. «Entre hilarantes unas y realistas otras», dice. «Aunque gran parte son de gente joven que se quiere divertir, haciendo ostentación de que tienen grandes cantidades de caca», se carcajea. «A los que preguntaban -añade-, les decía que no podía revelar la razón, pero aseguraba que no era ningún tipo de perversión extraña ni sexual ni coprofilia, sólo una acción pedagógica. Las lágrimas ha tenido un público mucho más sensible poéticamente y les parecía bonito lo de recolectar lágrimas. Siempre decía que las quería para emocionarme y jugaba con los precios según el tipo de lágrima. ¿Todo tiene precio en esta vida?».
Diego retoma el paseo por calle San Gregorio Alto al tiempo que detalla la lista de precios. «Si insistían mucho, les decía que daba 1 céntimo por tonelada, pero que, después de Semana Santa, el precio podría subir estratosféricamente. Y entonces decía que pagaría un millón de euros el gramo de caca y siempre nos reíamos». Ya casi no quedan carteles de la compra de caca, la gente los ha ido arrancando o, simplemente, se han caído. «Puse unos treinta carteles por mensaje. En Realejo, Albaicín y calle Elvira, no me interesaba más lejos porque uno de los objetivos es construir colectivo. Mira, aquí sobrevive uno de la caca».
-A muchos esto le parece una locura.
-Seguramente. Pero es lo de menos si tienes la convicción. No hay más intención que provocar, es una llamada de atención rápida, eléctrica, que nos lleve a un colectivo más grande con el que estoy pensando revivir los pasquines, ya sabes, esas hojas que hablen de temas propios del barrio para distribuir en tiendas y espacios comunes.
-¿Pasquines de compra de caca?
-No, no. Los pasquines son manifiestos, ya he lanzado varios. ¿Quieres ver alguno?
De vuelta a la Calle del Agua, en una pared entre varios comercios, hay una folio con un texto de 300 palabras titulado ‘Estáis muertos‘. «Llama la atención -Diego coge aire y lo suelta todo del tirón- para reflexionar cómo nuestro barrio, multicultural, donde puede haber mucha esperanza para conocernos y conectarnos, todos parecen fantasmas que van deambulando por la Calle del Agua sin tocarse unos a otros: los hippies a este lado, los africanos al otro, los extranjero ricos en sus hogares felices y hablando en su idioma… Parecemos vivos, pero estamos muertos. ¿Entiendes?». Otro de los manifiestos es ‘¡Nos están enemistando!’, sobre la sensación de que «estamos abocados a una crisis que está construida para unos, los desprotegidos, y encima nos están enemistando».
En el regreso a Plaza Larga, varios ojos curiosos levantan la mirada del café para escrutar a Diego. Él, entre trovador y juglar, anda con pequeños saltitos hasta recuperar su sitio en la terraza, bajo el chambao. «Mi hijo dice que haga un cartel de se compran bolitas de pie, ya sabes, los restos del calcetín que se quedan entre los dedos cuando te los quitas a la noche. ¡Toda una metáfora del caminar!» Y ríe, imaginando las caras de sus vecinos mientras se hurgan el pie.
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