PRENSA. Granada legendaria: la historia que ocultan los muros de la Casa de la Hornacina
Entre los muros y calles empedradas del Albaicín se ocultan historias que han servido durante siglos para entretener a niños y mayores en las noches del frío invierno granadino. Algunas más conocidas que otras, estas leyendas han penetrado en la cultura popular de la ciudad llegando hasta nuestros días y alimentando ese encanto que rezuma cada rincón del barrio morisco.
En la placeta del Conde, en pleno corazón del Albaicín, encontramos una de esas casas cuyas paredes guardan, celosas de su historia, la huella de la tragedia que allí aconteció. Se trata de la Casa de la Hornacina, llamada así por la hornacina barroca que decora su fachada, en la que vivió durante un tiempo el ex alcalde de Granada, Gabriel Díaz Berbel, ajeno al peso de la desgracia que soportaban sus paredes.
La historia fue publicada en el número de diciembre de 1926 de la revista Granada Gráfica, donde se cuenta que el edificio fue en su origen un palacete árabe y, mucho después, propiedad del capitán Don Álvaro de Lope e Hiestrosa. Un hombre solitario y misterioso que apenas se dejaba ver por el barrio y que rehuía el contacto humano, a excepción de una mujer que limpiaba la casa y le llenaba la despensa.
Según cuenta la leyenda, la muerte llegó a la Casa de la Hornacina y fue esta aya quien descubrió el cadáver de Don Álvaro en su lecho. Tras su muerte, la vivienda y sus propiedades pasaron a formar parte del estado, dado que el capitán carecía de familia. Sin embargo, no hallaron rastro alguno de la riqueza que se le atribuía, más allá de unas pocas monedas de oro.
No tardaron los vecinos en murmurar sobre el asunto, preguntándose dónde escondería su fortuna el señor. Pero además, alimentaban el misterio asegurando que por las noches se escuchaban sonidos de cadenas y tristes lamentos. La leyenda se fue forjando y casi cae en el olvido, de no ser por un tal Cosme Cochuelos, que quiso adentrarse en la ya llamada «casa del miedo» y pasar la noche entre sus muros para demostrar la inexistencia de fantasma alguno. Pero poco le duró la valentía. Pasada la medianoche, Corchuelos fue sorprendido por susurros, pasos y otros sonidos espectrales que le causaron auténtico pavor.
Tras relatar su terrorífica experiencia, los familiares del Santo Oficio acordaron realizar una batida y acabar con el asunto de una vez por todas, pero al llegar a la Casa de la Hornacina, justo las doce de la noche y envueltos en un silencio sepulcral, encontraron la puerta abierta.
Se adentraron con recelo en la vivienda y al fondo, como un espectro, se dibujó una silueta blanca. Algunos huyeron aterrorizados, pero otros tantos se abalanzaron sobre el supuesto fantasma y hundieron su espada en su pecho. El cuerpo cayó al suelo inerte y fue entonces cuando descubrieron que aquello no era un espectro, sino un hombre de carne y hueso.
El fantasma en cuestión resultó ser un pillo llamado Mascafierro que, por orden de de un magistrado al que servía, fingía sonidos de ultratumba para espantar a los curiosos, mientras el señor se veía a escondidas con una dama que habitaba en la casa colindante.
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