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La
ciudad se construye con el fin de alcanzar la felicidad
Aristóteles
Sostenibilidad, ecología y medio ambiente
Jorge
Benavides Solís
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En
resumen, gracias a varios jueces y fiscales, conocemos la enorme magnitud del
insostenible desarrollo
urbanístico de España (de dos artículos anteriores)
Al
respecto, ya habían manifestado su preocupación todos los poderes públicos
(nacional y autonómicos), también Greenpeace, la WWF (Fundación para la
protección de la Naturaleza), la Unión Europea (2005), el Relator de vivienda
de Naciones Unidas (2006). Hasta el partido en el gobierno acaba de manifestar
su insatisfacción ante este hecho.
El
crecimiento urbanístico local, lejos de ser perjudicial, debería ser la
respuesta lógica a las necesidades de sus vecinos para aumentar la calidad de
vida: bienestar, identidad cultural, calidad ambiental; pero no es así. Debería
corresponder al enriquecimiento de la dimensión pública del territorio y de
los espacios urbanos: equipamientos, calles, parques, jardines, bosques y
lugares protegidos; pero no ha sido posible. También debería permitir el
crecimiento de la edificación privada: residencial, industrial, comercial con
la cual conformar un escenario agradable donde los vecinos de un núcleo urbano,
desarrollen gratamente todas las actividades; pero lejos de ello, se ha
desgarrado el paisaje y los vertederos de basura estética se encuentran por
doquier. Sin embargo, aunque la LOUA no lo diga, es indispensable tomar en
cuenta que el último fin del planeamiento es mejorar la calidad de vida.
Lastimosamente, en la práctica, el proyecto de ciudad (enunciados y planos del PGOU), se lo reduce a una simple y discrecional operación por parte de los arquitectos: la asignación de usos y la clasificación de suelo. Para los edificadores es la posibilidad lucrativa de levantar contenedores de ladrillo donde y como sea. A la vez, por parte de la Junta, es un acotado proceso controlador de cumplimiento administrativo. En la misma línea, la construcción de ciudad, para los ayuntamientos, es equivalente a pura y dura gerencia inmobiliaria. Y para colmo, los dueños de la ciudad (vecinos), con su indiferencia, parecerían demostrar que les conviene postergar la ciudadanía (pensar en los demás) para facilitar su conversión en clientes o usuarios (omitir al otro).
En
este contexto, la profesión del urbanista (teoría y acción) más bien aparece
como un oficio (dominio de los instrumentos) al que el soporte teórico y estético
le resultan inútiles dentro del unívoco proceso instrumental dedicado a
satisfacer la apetencia depredadora de la economía inmobiliaria (suelo), la
cual, en el mejor de los casos, está interesada en cumplir con la norma, pero
no en proponer un modelo de ciudad, ni sugerir o hacer concesiones para el bien
común. No es su función.
De
aquí precisamente deriva la obligación cívica de "los poderes públicos"
para elaborar las normas urbanísticas tomando en cuenta que la ciudad, tal como
dicen los clásicos mediterráneos, es al mismo tiempo urbs (materia), civitas
(sociedad) y polis (política), o sea, es el producto cultural más sofisticado
y complejo que ha concebido el hombre para con−vivir entre y con los demás.
Dicha norma, aunque se refiera sólo a lo físico (ley del Suelo), no puede
gestarse en un ámbito operativo compartimentado como antaño: técnico, penal,
policial, administrativo o de gestión. Ya no es tiempo del especialista que
participa en equipos multidisciplinares. Es la era de la transdisciplina.
Está
bien que, sobre el problema urbanístico, tengan protagonismo los abogados y los
políticos (aspecto operativo), pero es necesario escuchar a los sociólogos,
economistas, arqueólogos, filósofos y, sobre todo, después de su experiencia
de 50 años en el planeamiento normativo, resulta indispensable el pronunciamiento de los urbanistas, de las Universidades; pues, "la experiencia hace la ciencia" y también la teoría. De acuerdo a los resultados, hasta hoy todo el aparato instrumental desarrollado en España para construir civilizadamente la ciudad, por sí sólo, ha sido insuficiente. Es indispensable que se lo enmarque y se lo acompañe, si no de una teoría general del urbanismo, por lo menos de una política de aceptación unánime de principios y paradigmas generados por la actual sociedad de la información y de las nuevas tecnologías, dirigidos precisamente a conseguir un crecimiento cuantitativo y a la vez cualitativo, con calidad de vida.
Si
la ciudad es la casa de todos, tendremos que rescatar principios de la ecología,
es decir, de la forma cómo los seres vivos construyen su oikos (hogar). ¿Habrá
necesidad más básica? De la sostenibilidad, que, como dijo la señora
Bruntland, es el consumo responsable de los recursos naturales no renovables que
evite el despilfarro de: combustibles fósiles, suelo, agua, selva amazónica.
¿Qué intereses se mueven para hacer ambiguo su significado? Del medio
ambiente, es decir, de la protección de los cuatro elementos que, para los clásicos,
constituyen la vida: agua, aire, tierra y fuego (energía); no hay que
contaminarlos. ¿Por qué se dificulta su comprensión? En último término,
ecología, sostenibilidad y medio ambiente tienen como referencia común la vida
en este planeta bello y finito. Todos debemos interactuar en este sentido,
incluso para hacer y cumplir la norma.
Pero
además de principios (ética y teoría), ¿qué otras sugerencias concretas se
han puesto en consideración para superar el problema? ¿Por qué no el 23,5%
del suelo en lugar del 30% o del 40% propuestos por la Junta para limitar la
expansión urbanística salvaje? |