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DECÍA
Wim Wenders que «lo más interesante de la arquitectura y de las
ciudades es que, de forma natural y osada, lo nuevo se levante junto a
lo viejo. Esto es lo que encuentro realmente maravilloso. Pero cuando lo
nuevo intenta complacer a lo antiguo, destacar sus atributos, formar una
especie de combinación, creo que es algo terrible». No son pocos los
que están de acuerdo con esta frase, que pone de manifiesto que, en los
juicios que emitimos sobre la ciudad, hay muy pocas verdades
universalmente aceptadas. En el mejor de los casos, son sólo puntos de
vista que pueden enriquecerse unos a otros. ¿Sería necesario entonces,
como se ha dicho, establecer unas normas de armonía universalmente
reconocidas? Dudo de que esto pudiera necesitarse, aunque lo que está
claro es que resultaría por completo imposible. Una vez más, los
guardianes de una inexistente pureza patrimonial cargan las tintas
contra la construcción de la imagen urbana de nuestro tiempo desde un
conservador llamamiento a la armonía. La receta infalible: no mezclar
lo viejo con lo nuevo. Esta postura nos conduce a una manera muy
superficial de entender la historia y su resultado es una trivialización
de la ciudad y de la arquitectura histórica, precisamente esa que tanto
se quiere preservar. La teoría de la armonía basada en la restitución
de fachadas antiguas en edificios contemporáneos facilita el consumo
turístico de grandes masas, escatimando cualquier reflexión en torno a
un hecho urbano ya masticado y deglutido de antemano. La opción no es
otra que pseudo-historia en lugar de verdadera historia, una máscara
simplemente bonita y vacía, frente a la múltiple cara de la realidad
urbana. La ciudad, por definición, está hecha de desarmonías, cambios
y discontinuidades. A veces cabe la tentación de pensar que las urbes
han sido creadas de la nada y después ocupadas por nosotros una vez
acabadas. No es el caso; nuestras ciudades están aún en un vivo y
complejo proceso de creación que muestra claramente las huellas del
tiempo. De la misma manera que cambian los modos de relación social, la
política y, en general, todos los ámbitos de la existencia, nuestro hábitat
se adapta, lo queramos o no, a tales cambios.
Hay un grandísimo
engaño en la argumentación que pretende la estricta pureza, la
imposibilidad de la mezcla. Este error se basa en defender como
patrimonio inamovible algo que en su momento no fue ni puro ni
intocable. Es tan aventurado criticar la fachada de la Catedral de
Santiago, que nada tiene que ver con su traza románica, como criticar
la introducción de la (buena) arquitectura contemporánea en los
centros históricos. Debemos entender que el patrimonio no es algo que
simplemente recibimos y no debemos tocar; nuestro papel ha de ser
activo, constructor de nuestro propio legado y de la idea que del mismo
poseemos. Nadie en su sano juicio puede defender hoy la destrucción de
los centros históricos, de las grandes obras de otras épocas en las
que reconocemos nuestra memoria histórica. Pero un feroz
conservacionismo puede llevar a la paradójica situación de pervertir
esa misma historia que se defiende. Cuando surge en el centro urbano una
necesidad concreta, sólo podemos darle solución desde una visión de
nuestra época. Primero porque es lo único lógico y honrado. Segundo,
porque es la manera exacta de seguir enriqueciendo el legado: nuestro
tiempo existió y esta era nuestra imagen. El debate no debe centrarse
en la conveniencia o no de la arquitectura contemporánea, sino en su
calidad y no tiene sentido cifrar la armonía en el continuismo y la no
ruptura. El Palacio de Carlos V, por ejemplo, pudo haberse hecho en el
centro de la ciudad sin destruir parte de la Alhambra, es cierto, pero
no debemos obviar que la mezcla presuntamente rompedora de la unidad estética
se hubiera producido de todos modos, pues dicho palacio no era otra cosa
que pura vanguardia. Asimismo, es una falacia desafortunada comparar en
un mismo saco actuaciones tan acertadas como el Auditorio Manuel de
Falla o el Edificio Zaida, con otras mediocres carentes de interés.
Igualar contemporaneidad a mala arquitectura es un disparate y, al igual
que no cabe cerrar filas en torno a algo por su pretendida actualidad,
es impensable descalificarlo de inmediato por el mismo motivo. Cuando se
da el visto bueno conceptual a que la nueva arquitectura se realice sólo
en la parte nueva de las ciudades se incurre de nuevo en el error,
puesto que ¿acaso no son los centros históricos parte de la ciudad
actual? ¿No viven en ella ciudadanos iguales a los demás, es decir,
ciudadanos contemporáneos? Por supuesto que el centro tiene características
especiales y merece ser protegido, pero las actuaciones que en él haya
necesariamente que acometer sólo podrán hacerse desde una visión
comprometida con nuestro tiempo. La mentira de la construcción 'a la
manera' de modelos antiguos tiene desde el origen el estigma de la
simulación. Un edificio nuevo que se muestra como antiguo es un
edificio embustero. Una simple fachada historicista no resuelve nada,
porque su naturaleza es falsa; la arquitectura trasciende de la mera
imagen exterior de sus obras, es algo más. Muestras de convivencia en
perfecta armonía de lo viejo y lo nuevo cabe encontrarse en las más
'históricas' y monumentales ciudades. Citemos algunas, sólo como
ejemplo: la ampliación del Museo Reina Sofía (junto al Hospital de
Sabatini), la Catedral de Palma de Mallorca y la obra de Miquel Barceló,
el edificio de Frank Gehry en Praga, la pirámide del Louvre en París,
el puente del Milenio frente a la Catedral de San Pablo en Londres La
lista es muy extensa, ¿qué interés tendría el centro de Berlín
reconstruido hoy según los cánones del siglo XIX? Por suerte, aquí,
si todo sale bien, podremos disfrutar de una obra rigurosa y valiente,
que actúa de forma similar a las antes enumeradas: la remodelación de
la Muralla de San Miguel, del arquitecto Antonio Jiménez Torrecillas.
Como decía Wim Wenders: «Esto es lo importante para una ciudad: que
permita a la gente percatarse de las huellas del tiempo». O lo que es
lo mismo, en torno a la ciudad no existen visiones absolutas y la armonía,
en el mejor de los casos, se consigue desde la diferencia.
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