La ciudad y las huellas del tiempo

JOSÉ MIGUEL GÓMEZ ACOSTA/E.T.S.A. GRANADA EFE

DECÍA Wim Wenders que «lo más interesante de la arquitectura y de las ciudades es que, de forma natural y osada, lo nuevo se levante junto a lo viejo. Esto es lo que encuentro realmente maravilloso. Pero cuando lo nuevo intenta complacer a lo antiguo, destacar sus atributos, formar una especie de combinación, creo que es algo terrible». No son pocos los que están de acuerdo con esta frase, que pone de manifiesto que, en los juicios que emitimos sobre la ciudad, hay muy pocas verdades universalmente aceptadas. En el mejor de los casos, son sólo puntos de vista que pueden enriquecerse unos a otros. ¿Sería necesario entonces, como se ha dicho, establecer unas normas de armonía universalmente reconocidas? Dudo de que esto pudiera necesitarse, aunque lo que está claro es que resultaría por completo imposible. Una vez más, los guardianes de una inexistente pureza patrimonial cargan las tintas contra la construcción de la imagen urbana de nuestro tiempo desde un conservador llamamiento a la armonía. La receta infalible: no mezclar lo viejo con lo nuevo. Esta postura nos conduce a una manera muy superficial de entender la historia y su resultado es una trivialización de la ciudad y de la arquitectura histórica, precisamente esa que tanto se quiere preservar. La teoría de la armonía basada en la restitución de fachadas antiguas en edificios contemporáneos facilita el consumo turístico de grandes masas, escatimando cualquier reflexión en torno a un hecho urbano ya masticado y deglutido de antemano. La opción no es otra que pseudo-historia en lugar de verdadera historia, una máscara simplemente bonita y vacía, frente a la múltiple cara de la realidad urbana. La ciudad, por definición, está hecha de desarmonías, cambios y discontinuidades. A veces cabe la tentación de pensar que las urbes han sido creadas de la nada y después ocupadas por nosotros una vez acabadas. No es el caso; nuestras ciudades están aún en un vivo y complejo proceso de creación que muestra claramente las huellas del tiempo. De la misma manera que cambian los modos de relación social, la política y, en general, todos los ámbitos de la existencia, nuestro hábitat se adapta, lo queramos o no, a tales cambios.
    Hay un grandísimo engaño en la argumentación que pretende la estricta pureza, la imposibilidad de la mezcla. Este error se basa en defender como patrimonio inamovible algo que en su momento no fue ni puro ni intocable. Es tan aventurado criticar la fachada de la Catedral de Santiago, que nada tiene que ver con su traza románica, como criticar la introducción de la (buena) arquitectura contemporánea en los centros históricos. Debemos entender que el patrimonio no es algo que simplemente recibimos y no debemos tocar; nuestro papel ha de ser activo, constructor de nuestro propio legado y de la idea que del mismo poseemos. Nadie en su sano juicio puede defender hoy la destrucción de los centros históricos, de las grandes obras de otras épocas en las que reconocemos nuestra memoria histórica. Pero un feroz conservacionismo puede llevar a la paradójica situación de pervertir esa misma historia que se defiende. Cuando surge en el centro urbano una necesidad concreta, sólo podemos darle solución desde una visión de nuestra época. Primero porque es lo único lógico y honrado. Segundo, porque es la manera exacta de seguir enriqueciendo el legado: nuestro tiempo existió y esta era nuestra imagen. El debate no debe centrarse en la conveniencia o no de la arquitectura contemporánea, sino en su calidad y no tiene sentido cifrar la armonía en el continuismo y la no ruptura. El Palacio de Carlos V, por ejemplo, pudo haberse hecho en el centro de la ciudad sin destruir parte de la Alhambra, es cierto, pero no debemos obviar que la mezcla presuntamente rompedora de la unidad estética se hubiera producido de todos modos, pues dicho palacio no era otra cosa que pura vanguardia. Asimismo, es una falacia desafortunada comparar en un mismo saco actuaciones tan acertadas como el Auditorio Manuel de Falla o el Edificio Zaida, con otras mediocres carentes de interés. Igualar contemporaneidad a mala arquitectura es un disparate y, al igual que no cabe cerrar filas en torno a algo por su pretendida actualidad, es impensable descalificarlo de inmediato por el mismo motivo. Cuando se da el visto bueno conceptual a que la nueva arquitectura se realice sólo en la parte nueva de las ciudades se incurre de nuevo en el error, puesto que ¿acaso no son los centros históricos parte de la ciudad actual? ¿No viven en ella ciudadanos iguales a los demás, es decir, ciudadanos contemporáneos? Por supuesto que el centro tiene características especiales y merece ser protegido, pero las actuaciones que en él haya necesariamente que acometer sólo podrán hacerse desde una visión comprometida con nuestro tiempo. La mentira de la construcción 'a la manera' de modelos antiguos tiene desde el origen el estigma de la simulación. Un edificio nuevo que se muestra como antiguo es un edificio embustero. Una simple fachada historicista no resuelve nada, porque su naturaleza es falsa; la arquitectura trasciende de la mera imagen exterior de sus obras, es algo más. Muestras de convivencia en perfecta armonía de lo viejo y lo nuevo cabe encontrarse en las más 'históricas' y monumentales ciudades. Citemos algunas, sólo como ejemplo: la ampliación del Museo Reina Sofía (junto al Hospital de Sabatini), la Catedral de Palma de Mallorca y la obra de Miquel Barceló, el edificio de Frank Gehry en Praga, la pirámide del Louvre en París, el puente del Milenio frente a la Catedral de San Pablo en Londres La lista es muy extensa, ¿qué interés tendría el centro de Berlín reconstruido hoy según los cánones del siglo XIX? Por suerte, aquí, si todo sale bien, podremos disfrutar de una obra rigurosa y valiente, que actúa de forma similar a las antes enumeradas: la remodelación de la Muralla de San Miguel, del arquitecto Antonio Jiménez Torrecillas. Como decía Wim Wenders: «Esto es lo importante para una ciudad: que permita a la gente percatarse de las huellas del tiempo». O lo que es lo mismo, en torno a la ciudad no existen visiones absolutas y la armonía, en el mejor de los casos, se consigue desde la diferencia.