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RECIENTEMENTE
la opinión pública granadina ha visto, otra vez, cómo se le reclamaba
su atención en nombre de la arquitectura. Eso, en principio, debería
ser un motivo de satisfacción. Muchos de quienes se dedican a la
arquitectura (practicándola profesionalmente, enseñándola,
escribiendo e investigando sobre ella) están lejos de sentir esa
tentación dictatorial y despreciativa hacia la ciudadanía que con
tanta frecuencia se les atribuye; más bien, sueñan con una situación
ideal en la que el diseño y la construcción del espacio en que vivimos
fuese el resultado de un debate profundo y de un diálogo fluido entre
los ciudadanos y los profesionales encargados de materializar sus
aspiraciones, de una reflexión colectiva en la que las consideraciones
económicas ocupasen su justo lugar, ni más ni menos (desconocer sus
exigencias no nos llevaría sino a la utopía), pero no determinasen de
manera exclusiva y abusiva el modo de crecimiento de nuestras ciudades.
Y, sin embargo, otra
vez, hay que intervenir en una polémica ya viciada desde su propio
inicio y hacerlo con la amargura del 'déjà vu'. La intervención de la
discordia es ahora, como se sabe, la realizada por el arquitecto Antonio
Jiménez Torrecillas en el espacio libre producido por el derrumbamiento
de un sector de la muralla del Albaicín. Sobre las burdas
descalificaciones que han dado inicio el debate -verdadero eufemismo en
este caso- ya se ha expresado con rotundidad en estas mismas páginas
J.M. Gómez Acosta, en un tono razonado y sosegado que contrasta con las
soflamas de quienes sólo saben reclamar demoliciones de edificios y
linchamientos de arquitectos en nombre de no se sabe qué Granada
eterna. También el Colegio de Arquitectos ha recordado oportunamente
que algo debe funcionar mal en la administración de la ciudad cuando,
ante el menor ruido producido por ciertas personas o colectivos cuya
representatividad ciudadana sigue siendo una hipótesis por demostrar,
aquellos que nada malo vieron en su momento en el proyecto original y
otorgaron todas las licencias y vistos buenos necesarios son de repente
presa del pánico y comienzan a exigir 'reformas' en el mismo,
demostrando, además, una inquietante despreocupación por el uso de los
caudales públicos.
Mal proceso es aquel
que empieza con la sentencia dictada de antemano y con el reo ya
condenado sin posibilidad de defensa -además de vilipendiado con una
energía digna de mejor causa-. Sobre Antonio Jiménez Torrecillas podría
decir muchas cosas, y todas buenas. Podría recordar, por ejemplo, que
suyo es el edificio del Centro José Guerrero, una institución que
desde hace cinco años, gracias a la magnífica dirección de Yolanda
Romero, viene nutriendo a Granada de cultura artística contemporánea
de primera línea. Me limitaré, sin embargo, a señalar, en el terreno
que me compete como Director de la Escuela de Arquitectura de Granada,
que es un profesor extraordinariamente apreciado justo porque intenta
siempre fundamentar su enseñanza de la arquitectura en el sentido crítico,
el análisis riguroso y el debate de ideas, alejado de cualquier
sectarismo preconcebido (exactamente lo que más se echa de menos en sus
contradictores).
Y es que, otra vez,
vuelve a ser lamentable que las voces de personas que aman sinceramente
nuestra ciudad y que desean lo que creen mejor para ella en lugar de
exponer sus argumentos prefieran el terreno del exabrupto al del diálogo
y se atrincheren en posiciones numantinas desde las que no cabe sino un
discurso monolítico autoconvencido de su propia Verdad. Otra vez más,
se yerra en la identificación del blanco. La indignación podría
dirigirse a objetivos de mucha más enjundia que esta intervención
sobre la muralla del Albaicín. Por ejemplo, a esos Ayuntamientos (y no
sólo el de Granada: prácticamente todos, sin distinción de color político)
que abdican vergonzosamente de su función pública al renunciar al
papel que pudiera corresponderles en la moderación del mercado del
suelo y entrar en él como especuladores privados en busca de financiación
para las arcas municipales. Podría también alzarse la voz contra ese
modo perverso de crecimiento de la ciudad que son las urbanizaciones de
'adosados', una manera de habitar despilfarradora de suelo y recursos,
antiecológica por antonomasia y que, al tiempo que halaga nuestra
vanidad de propietarios, supone la muerte de la ciudad entendida como
algo más que mero agregado de casas. Podría protestarse con energía
contra los eternos retrasos en la configuración de un sistema de
transporte público a nivel del área metropolitana. También podrían y
deberían ser criticados -siempre, insisto, con argumentos intelectuales
y no desde el dudoso terreno del 'gusto'- muchos arquitectos, por
ejemplo los que disfrazan sus edificios con una ridícula piel
seudo-histórica (un paseo por la costa granadina es muy instructivo al
respecto). Igualmente podría haberse hecho algo más que verter
escarnio y bilis sobre los famosos 'minipisos' de la ministra de la
Vivienda, una valiente propuesta a la que no se le ha dado ni el tiempo
necesario para ser concretada y desarrollada y que como mínimo es
merecedora de una discusión seria. Pero todo eso son fruslerías: la
verdadera cuestión vital para Granada es que a algunos no les gusta
-repito: no les gusta, eso es todo- cómo se ha solucionado con un
proyecto contemporáneo una abertura en la muralla.
Por supuesto, la crítica
puede y debe ejercerse también contra la arquitectura más
estrictamente contemporánea (aunque, por otro lado, ¿acaso no es también
'contemporánea', motivada por argumentos de aquí y de ahora, la opción
tradicionalista que propone congelar la ciudad en el siglo XIX?). Es más,
la buena arquitectura no puede vivir sin el alimento del debate crítico.
Mal asunto sería denostar el fundamentalismo de los nostálgicos sólo
para sustituirlo por otro de diverso cuño. Pero si queremos discutir
sobre arquitectura con conocimiento de causa, recordemos que la
verdadera materia de la arquitectura es el espacio y la relación con la
ciudad y el territorio, no la estética de las fachadas. Estudiemos con
ojos libres de prejuicios las numerosas y brillantes contribuciones que
la arquitectura contemporánea ha hecho a Granada. Recordemos, por lo
demás, que toda ciudad es siempre contemporánea y que su vida se basa
en un inevitable ciclo de destrucción-construcción, de memoria
consolidada e innovación. Nada es más necesario hoy que la conservación
de la memoria histórica. Pero la memoria de un pueblo deja de jugar su
papel de progreso cuando se retuerce su sentido para alzarla como dique
contra una modernidad que venga a turbar nuestra plácida paz de última
provincia en renta per capita. Bienvenida sea, pues, la polémica.
Discutamos de arquitectura desde la confrontación de ideas y desde el
reconocimiento de la existencia legítima de diversas sensibilidades y
opciones, no desde la descalificación mutua, y armémonos de argumentos
para un debate sereno que, lejos de ser un lujo intelectual
prescindible, es hoy para nuestra ciudad una necesidad perentoria.
Espero y deseo que en este proceso pueda tener un papel significativo la
contribución de la Escuela de Arquitectura de Granada, que concibe su
función no sólo de puertas adentro, para la formación universitaria
de los futuros arquitectos, sino también con una vertiente insoslayable
de intervención en los problemas de la ciudad. |