LOS
que a lo largo de los tiempos nos hemos referido a las diversas caras
del poliedro histórico, político, cultural, social de Granada hemos
tenido que repetirnos a la fuerza, porque no sólo hemos visto persistir
atentados contra su belleza y su patrimonio -urbanísticos,
arquitectónicos, monumentales-, sino contra su misma esencia. Hemos
clamado en el desierto cuando de la Vega surgieron zonas impersonales
como Recogidas o el Zaidín, cuando vimos como se desmoronaba buena parte
de sus barrios históricos, como el Albaicín o el Sacromonte, cuando la
catetez se apoderaba de sus reformas, de sus nuevas fuentes, plazas,
rotondas, etcétera. Pero, también, hemos clamado contra la Granada
incívica, a la que contribuyen los ciudadanos con su falta de respeto
por mobiliario urbano, jardines, plantas o árboles. El arboricidio
ha sido una manía municipal o autonómica presente en cualquier reforma,
desde los talados árboles del antiguo bulevar de Calvo Sotelo, hoy
Constitución, a los actuales de la Redonda donde el paso del metro va a
dejar una pista desolada en una Granada desértica, propicia para las
insolaciones veraniegas.
A esas manías incívicas de las autoridades enanas a las que
siempre me refiero, utilizando frase de Ganivet, hay que señalar el
incivismo ciudadano, hoy especialmente conformado por tribus de vándalos
que con una brocha, un spray o cualquier material indeleble manchan,
deterioran, marranean, ante la pasividad general, no solo monumentos o
espacios protegidos, sino todos y cada uno de los rincones de la ciudad,
desde barrios emblemáticos como el Albaicín a cualquier fachada,
persiana de establecimientos o lugar donde estampar las huellas de sus
excrementos intelectuales.
Todo estos desmanes vengo décadas denunciándolos, incluso cuando todavía
estaban en sus comienzos y no eran actividad generalizada, permitida por
los ayuntamientos como signo de progresista tolerancia. Cuando el
problema ha llegado a estos extremos intolerables que ya se tratan a
nivel nacional y hasta internacional, como ejemplo de incivilidad,
llegan tarde las insuficientes ordenanzas municipales, la toma de
conciencia de los organismos de la Junta, incluso las decisiones
judiciales. Porque no se trata sólo de educación ciudadana, sino de
necesaria represión de esas actitudes demoledoras contra los intereses
colectivos y privados.
Urgen policías especializados, vigilancia exhaustiva, condenas muy
severas porque Granada no debe convertirse en la ciudad nacional y
mundial del incivismo, salvo que propiciemos un turismo -muchos de esos
grafiteros no son indígenas- dedicado a los que desean expresar su
cochambre cultural y mental en las paredes de un lugar abierto a la
barbarie y a la estupidez, dejando una imagen que me niego a aceptar que
represente el espíritu de la ciudad.
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